Jaime Iglesias
Entrevista
Bret Easton Ellis
El gran novelista de la posmodernidad

«Yo siempre escribo al dictado de mis emociones»

A sus 59 años, acaba de publicar su novela más ambiciosa, “Los destrozos”, una obra que nos devuelve al autor de “American Psycho” en plena forma en la evocación de los secretos y mentiras que marcaron su adolescencia. Si como narrador no se esconde, a la hora de conversar, Bret Easton Ellis tampoco rehúye escenarios de incomodidad.

 

Fotografía: J. Danae
Fotografía: J. Danae (FOKU)

Pocos escritores han ejercido una influencia tan notable sobre la literatura contemporánea como él. Nacido en Los Angeles en 1964, su precocidad le llevó a escribir su primera novela, “Menos que cero”, cuando apenas contaba 17 años aunque no la publicaría hasta los 21. Aquella obra seminal sentaba las bases de un estilo cínico, alimentado por una prosa cruda, descarnada y explícita que desafiaba el canon de lo políticamente correcto y que, casi de inmediato, fue asumida como paradigma de esa cultura individualista, y en cierto modo narcisista, alumbrada al calor del pensamiento neocon que empezaba a abrirse camino en la América de Reagan. Con ser un producto de su época, Bret Easton Ellis recela de que sus novelas puedan asumirse en clave política ya que responden a sensaciones y emociones de carácter muy íntimo. Eso no invalidaría su carácter testimonial pues en ellas se deposita el espíritu de toda una generación, la llamada “Generación X”, cuyos valores (hoy tan cuestionados) el autor californiano reivindica abiertamente.

Cuando muchos auguraban que su tiempo ya había pasado y sus detractores proclamaban que sus últimas narraciones evidenciaban el carácter artificioso sobre el que Bret Easton Ellis había sostenido su prestigio, el autor de “American Psycho” ha sorprendido a propios y a extraños con una obra como “Los destrozos”, su primera novela en trece años. En ella, por primera vez, Ellis viaja al pasado, concretamente a Los Angeles de su adolescencia y, también por primera vez, opta por no esconderse a la hora de mostrar la esencia autobiográfica de sus historias. Algo que, no obstante, tampoco conviene tomarse muy en serio dada la querencia del escritor por moverse en terrenos de ambigüedad narrativa donde lo real y lo aparente, lo emocional y lo racional, tienden a fundirse y a confundirse. Un juego que Bret Easton Ellis también cultiva con sus interlocutores hasta el punto de que, como le ocurre al protagonista de su última novela (proyección de su yo adolescente), al responder a aquello que se le inquiere, uno tiene la sensación de que el escritor está, en el fondo, dialogando consigo mismo.

¿Por qué ha tardado tanto en publicar “Los destrozos”? ¿Qué fue lo que le llevó a alumbrar una novela tan personal como ésta? Bueno, pensé que ya era hora. Esta es una novela que me lleva persiguiendo desde 1981, de hecho empecé a escribirla casi a la vez que “Menos que cero”. Ya en esa época, para mi escribir era una vía de escape, un modo de huir del dolor que me rodeaba en casa con un padre alcohólico. Hasta los 17 años diferenciaba muy bien el mundo real de los universos de ficción que creaba, pero fue entonces, en el último año de instituto, cuando comencé a perder el control y a mezclar ambos órdenes. Empecé a mentir y a mentirme a mí mismo, me creé un personaje: yo era gay y, sin embargo, mantenía una relación con la chica más popular de la escuela, un lugar en el que no me apetecía estar, donde estudiaba cosas que realmente no me interesaban. Era perfectamente consciente de que estaba viviendo una farsa. Pero en lugar de rebelarme contra eso, comencé a alimentar esa farsa, a crear historias sobre mis compañeros y mis profesores. Entonces decidí escribir un libro sobre todo eso, sobre las sensaciones que había ido experimentando. Comencé en 1982 y lo retomé hará cosa de tres o cuatro años después de haberlo intentado infructuosamente en épocas anteriores. Lo curioso es que lo que he escrito ahora no es muy diferente de lo que ya en su momento escribí. En esencia se trata del mismo libro.

Supongo que el paso del tiempo contribuye también a que uno vaya perdiendo el pudor porque lo cierto es que, en esta novela, usted se desnuda emocionalmente, muestra toda su vulnerabilidad. ¿Fue un proceso doloroso? Al contrario, fue liberador, De hecho, ha sido la vez que más he disfrutado escribiendo una novela, me he sentido libre como nunca antes lo había sido y puedo decir incluso que me he divertido mucho. Por lo general nunca me he reconocido en esa imagen de escritor angustiado y constreñido que se enfrenta, con dolor e incertidumbre, al folio en blanco. Para mi escribir una novela es una sensación maravillosa y, de hecho, cada día intento escribir algo, lo que sea, para experimentar ese placer. Lo único que te da el paso del tiempo es una mayor precisión a la hora de escribir, tienes más bagaje, más herramientas. Cuando tenía 17 años y escribí “Menos que cero” intenté incluir en aquella historia algunas de las situaciones que viví por aquel entonces y que ahora desarrollo en “Los destrozos”, pero no supe cómo hacerlo. Así pues, no se trata tanto de luchar con el propio pudor como de encontrar las herramientas para contar aquello que quieres contar. En este sentido, con esta novela, la sensación es que me he quitado un peso de encima.

¿Por qué decidió situarse a sí mismo como protagonista de la trama? No es algo que haya obedecido a una elección sino a una sensación. Yo siempre escribo al dictado de mis emociones, para mí una novela no es una propuesta intelectual, como tal, dista de ser un desafío o un rompecabezas que, como escritor, me toca resolver. Escribir sobre lo que siento me ayuda a aclarar eso que siento y con cincuenta años sentí que me debía esta historia. Probablemente, todas las veces que intenté retomar este libro anteriormente, esa sensación de narrar el adolescente que fui no fuera tan fuerte y eso provocó que abandonase la escritura.

Comprendo lo que dice, pero a lo que me refería es a que podía haber contado esa misma historia mediante personaje interpuesto. Como te decía, esta novela lleva en mi cabeza cuarenta años y desde entonces intenté retomarla en varias ocasiones. En todo ese proceso fui cambiando al personaje de nombre para crear una cierta distancia, un cierto misterio que impidiese que el lector asumiera “Los destrozos” como una novela autobiográfica. Pero llegó un momento en que pensé ‘¿por qué he de esconderme?’ Al fin y al cabo el componente autobiográfico está ahí y resulta tan evidente que no creo que fuera menos acentuado si el personaje protagonista en lugar de Bret se llamase Alex o Joe.

Sin embargo, al final del libro incluye una nota donde pone el énfasis en que lo que acabamos de leer es una ficción, lo cual refuerza el carácter ambiguo de una obra como “Los destrozos” a la hora de jugar con las fronteras de lo real. ¿Siente que la ficción es un territorio más ventajoso que el de la memoria para contarse a sí mismo? Sí, completamente, lo único que no sé muy bien ante quien me estoy contando porque, mientras escribo, nunca reparo en la idea de que eso va a ser leído por otras personas. A veces pienso que escribo con la idea de mantener un diálogo conmigo mismo. Eso es lo que le dice el personaje de Robert Mallory a Bret en un momento del libro: “tío, cuando me hablas, siento que realmente estás hablándote a ti mismo”. Esa es una de las frases que mejor definen, creo yo, al protagonista de mi novela.

¿Diría que “Los destrozos” es, a grandes rasgos, una novela sobre la pérdida de la inocencia? Lo es plenamente y, en este sentido, creo que se trata de una obra conectada con mis novelas anteriores ya que todas giran en torno a esa idea. Hay una continuidad en mi obra que a veces me lleva a preguntarme si realmente soy una persona madura o, por el contrario, aún conservo la inocencia de aquel joven de 17 años que fui (risas).

Da la sensación de que ese proceso de pérdida de la inocencia, esa obsesión que vive el protagonista del libro por ser aceptado en el mundo adulto, refleja las urgencias de todo un país. De hecho, 1981, que es el año en el que está ambientada la novela, marcó el inicio de la era Reagan, cuando la sociedad estadounidense se entregó al feroz individualismo del pensamiento neocon. ¿Cree que su novela admite también esta lectura? Probablemente todas mis novelas admitan esa lectura dado que están protagonizadas por gente rica. Son historias que muestran una clara estratificación social y en el caso concreto de “Los destrozos” está claro que esos adolescentes que protagonizan el libro están llamados a formar parte de la élite neocon. De todas maneras, esta es una novela ambientada a principios de los 80 y tengo que decir que ese fue un momento de cierta pasividad política, no había el activismo que sí hubo años atrás con el tema de Vietnam ni tampoco la tensión que vivimos hoy donde hay quien pierde amigos e incluso le cancelan a poco que se signifique políticamente. Supongo que el hecho de crecer en la época de Reagan marca, y esa crítica al neoconservadurismo está, en mayor o menor medida, presente en todas mis novelas. Lo está, desde luego en “Menos que cero” y de manera mucho más acentuada en “American Psycho” pero pienso que aquí no resulta tan evidente. Admitiendo que “Los destrozos” puede dar lugar a ese tipo de lectura, quizá fuera el aspecto sobre el que menos me interesaba incidir mientras escribía la novela. Por otra parte siendo un hombre, blanco y de clase alta no me siento moralmente autorizado a erigirme en portavoz de colectivos que realmente han sido machacados desde el poder. Como me dice mi novio socialista “¡no queremos tu voto!” (risas).

Pero usted es consciente de que cuando publicó “American Psycho” en Europa, al menos, aquella novela fue saludada como testimonio del espíritu de la América neocon. ¿Le incomodan ese tipo de análisis? No me incomodan pero me sobrepasan un poco. Es algo con lo que tengo que lidiar cuando vengo a Europa, da igual que sea en Alemania, en Suecia o en España: en todos estos países hacen una lectura política de mis novelas y yo, sinceramente, no sé que responder ante eso. No creo ser un escritor político y tampoco estoy muy comprometido con el tema. No me atrae el modo en que la política norteamericana está estructurada, menos aún en lo que se refiere a estos últimos ocho años. En lo que respecta a “American Psycho”, creo que, lejos de ser una novela con una carga política, se trata de un relato personal; como casi todo lo que he escrito desde entonces, por otra parte. Cuando la escribí no pretendía dar una visión ni de la América de Reagan ni sobre el capitalismo, simplemente trabajé mi propio dolor y volqué las sensaciones de lo que suponía ser una persona joven en un entorno del que no quería formar parte pero sin saber, tampoco, a donde quería ir. Me sentía atrapado y no veía salidas por ningún sitio y eso es lo que le ocurre también al protagonista de aquella novela, su tormento psicológico era el mío. Hoy, sin embargo, el conflicto que sostiene aquella obra me parece un poco absurdo, a mis 59 años mis preocupaciones son distintas a las que tenía con 25 y me resulta muy difícil volver sobre aquella novela y hablar del rencor y del cabreo desde el que está escrita.

Al menos reconocerá que se trata de una novela que marcó una época. De ser considerado un libro obsceno y provocador ha pasado a ser apreciado como un clásico contemporáneo por parte, incluso, de muchos otros escritores de diferentes latitudes que confiesan que “American Psycho” fue una novela que les influyó mucho. El hecho de que aquel libro, que yo siempre consideré una novela experimental, continúe reeditándose y leyéndose es algo que me tiene alucinado. De haberlo sabido, lo habría escrito mejor (risas). La verdad es que es algo que escapa a mi comprensión. Cuando escribí “American Psycho” pensé que era una novela que, en el mejor de los casos, leerían cinco mil personas. Construí un relato deliberadamente aburrido, lleno de violencia explícita y experimenté mucho con el lenguaje, prueba de que no tenía ninguna expectativa de que aquello llegase a un público amplio, simplemente era lo que me pedía el cuerpo en aquel momento. En este sentido, di rienda suelta a mi libertad como escritor, no me puse ningún límite. Y yo no sé si fue eso lo que contribuyó a conferir a la novela ese estatus de obra de culto que mantiene hoy. El caso es que, años después, cuando escribí “Glamourama” pensé que estaba alumbrando una novela que interpelaba a un público más amplio y la realidad fue que no alcanzó, ni por asomo, la repercusión de “American Psycho” (risas). Los escritores tendemos a equivocarnos de manera recurrente a la hora de determinar la acogida que van a tener nuestros libros.

Quizá una de las razones de esa acogida que tuvo “American Psycho” haya que encontrarla en el hecho de su carácter testimonial para toda una generación, la llamada “Generación X”, ¿se siente parte de la misma? ¿Qué queda hoy de aquel espíritu? Sí, me siento completamente identificado con esa generación. Yo creo que lo que nos definía era la sensación de tener una libertad plena a la hora de crear sin restricciones de ningún tipo. No medíamos, éramos brutalmente sinceros en los libros que escribíamos o en las canciones que se componían en aquellos años. Algunos piensan que detrás de esas dinámicas creativas había un deseo de epatar, de provocar, pero eso es una gilipollez. Nadie escribe una novela pensando en provocar, si tu obra genera ese tipo de reacciones, ese es un problema de quien la lee. Cuando alguien me plantea que mis novelas son provocadoras yo siempre contesto ‘tío, si te ofende lo que escribo, no lo leas. Es muy sencillo’. Pienso que una de las grandes diferencias entre aquella generación y la actual es que ahora los márgenes de libertad son mucho más estrechos. Ahora hay una especie de conservadurismo de izquierdas que aspira a que todas las personas estén cortadas por un mismo patrón, hay sensores de sensibilidad por todas partes. Creo que muchos de los que crecimos en los 90 sentimos nostalgia de la libertad que teníamos antes, eso explica el pensamiento reaccionario que se ha instalado en muchos de quienes entonces integraban la llamada “Generación X”. Es algo que puedo llegar a comprender.

Pensaba que no era muy partidario de hacer análisis políticos… No, pero no estoy hablando de política. No estoy diciendo que los miembros de la “Generación X” voten en masa a Trump frustrados ante toda esa corriente de pensamiento que ha alumbrado fenómenos como el de la cultura de la cancelación. Hablo desde un punto de vista social, antes no había un ejército de personas diciéndote lo que tenías que escribir ni de qué te podías reír. Yo creo que si no te puedes reír de todo, entonces no te puedes reír de nada. De todas maneras, a cada generación le toca discutir el dogma de pensamiento de la generación anterior, igual que nosotros hemos sido discutidos por los millennials, ahora está surgiendo una nueva generación que está discutiendo los estándares de corrección política impuestos por éstos.

Volviendo a “Los destrozos”, uno de los elementos más inquietantes de la novela es esa idea de que todos llevamos un psicópata dentro, de que cuando nos dejamos llevar por el miedo y por las obsesiones todos estamos expuestos a ser potencialmente peligrosos para quienes nos rodean ¿es algo en lo que cree firmemente? Sí, pero no es una idea como tal sino más bien una sensación. Todos los protagonistas de mis novelas, en mayor o menor medida, comparten ese rasgo, acentuado por un sentimiento de culpa y tal vez de traición. Son seres que, muchas veces se ven envueltos en una especie de huida hacia adelante para justificar su deslealtad hacia los amigos o hacia aquellos que les rodean. Es un sentimiento que yo mismo experimenté en aquella época después de traicionar la confianza de un amigo muy cercano, ¿cómo escribir sobre esas zonas oscuras? Pues sublimándolas, haciendo que la traición se convierta, por obra y gracia de la ficción literaria, en un crimen. Creo que todos tenemos ese reverso tenebroso y escribir sobre ello, al menos para mí, resulta liberador y catártico. Yo soy un tipo bastante afable y relajado pero no puedo negar que dentro de mí existen ese tipo de pulsiones y la literatura me sirve para confrontarme con ellas.

¿Diría que somos producto de la cultura del miedo? Completamente. Yo crecí en la cultura del miedo, en un hogar dominado por un padre violento cuya figura me inspiraba terror y cuya relación de pareja con mi madre era una relación tóxica. Pero más allá de eso, en aquella época había otro tipo de miedo en la ciudad de Los Angeles, un miedo provocado por toda esa cantidad de asesinos en serie y sectas que proliferaron en California durante los años 70. Yo crecí bajo la sombra de Charles Manson; a los 17 años sabía más de él y de sus crímenes, que habían ocurrido a unas pocas manzanas de mi casa, que de cualquier otro tema. Por lo tanto, puedo decir que el miedo fue mi alimento y la literatura una vía de escape para huir de esa realidad espeluznante intentando conjurar, a través de ella, todos los daños emocionales que padecí a causa de ese miedo.

¿Qué papel cree que juega la clase política a la hora de estimular esos miedos íntimos que, a día de hoy, parecen mantener a la ciudadanía en un estado de shock? Pues un papel determinante, eso está claro, pero creo que los políticos no podrían lograr ese objetivo de mantener a la gente paralizada sin la connivencia de los medios de comunicación. Son los medios los que más hacen por alimentar esa cultura del miedo que mantiene a la ciudadanía no solo en estado de shock sino también cada vez más polarizada y enfrentada. En mi anterior libro, “Blanco”, me extendí sobre todo esto, sobre la situación política que tenemos hoy en EE. UU, un escenario dominado por intereses oscuros de grandes corporaciones como las farmacéuticas o los propios grupos mediáticos. Todos estos agentes, de la mano, han creado una narrativa que únicamente les beneficia a ellos.