El deporte que compitió por el cambio social

Con “Del campo a la trinchera” (Txalaparta, 2025), Iker Ibarrondo-Merino nos guía hacia un tiempo pretérito, que cabalga desde finales del siglo XIX hasta la primera mitad del XX, donde diversas disciplinas deportivas, también en Euskal Herria, supusieron una expresión más del intento colectivo por cambiar el restrictivo paradigma social.
Hay quienes predican aún hoy mantener alejada la política del deporte, como si tal cosa, en un espectáculo de masas, fuera posible. Considerar a los atletas seres apartados del clima social resulta un síntoma inequívoco de su categorización como individuos ajenos al mundo real. Pero esa situación, plagada de estrellas tan cerca del campo de juego como de los platós de televisión, no siempre fue así, de hecho esa hoy hipermercantilizada manifestación es el resultado de un desarrollo -o deterioro según se mire- guiado por intereses económicos y la absoluta priorización del aspecto lúdico y escapista. Pero hubo un tiempo, no tan lejano, en que jugar y competir también suponía una herramienta de expresión ideológica, haciendo de sus esforzados protagonistas representantes de nobles ideales más allá de músculos y tatuajes.
ESCENARIO GLOBAL, REALIDAD CONCRETA
Una época pretérita hacia la que nos dirige Iker Ibarrondo-Merino, que con su nuevo libro, “Del campo a la trinchera”, suma un episodio más a su bibliografía encomendada a la recuperación de la memoria histórica en chándal y zapatillas. Una suerte de memorándum, focalizado en Euskal Herria, respecto a la etapa iniciática de unos espectáculos que transcurrían en paralelo entre su propia naturaleza deportiva y la representación de las tensiones y luchas sociales del momento. Sabedores de su poder simbólico y aglutinador, renunciar al llamamiento popular que eran capaces de generar significaba un lujo que no estaban dispuestos a desperdiciar, porque medallas, reconocimientos o titulares nunca podían suponer una victoria tan importante como la que ofrecía defender la dignidad y libertad.
El tránsito entre el siglo XIX y el posterior, en Euskal Herria, sin ser ajeno al contexto global, se escribía sobre ciertos elementos distintivos. La lucha de poderes en torno a los derechos forales o un más que significativo avance de pujantes industrias, como la minería, siderurgia y la naviera, son algunos de los puntos cardinales que delimitan un escenario en el que el campesinado sufre un acuciante proceso de proletarización incrementado por una emigración y un deterioro de la cultura autóctona, sobre todo en lo concerniente al idioma, que es utilizado como una herramienta más de explotación y precariedad laboral. Pauperizado entorno que espolea a un movimiento obrero que se organiza y levanta su grito en forma de huelgas, pero también reclamando un desahogo para su salud física, golpeada por el duro trabajo alienante, que desembocaría en su progresiva participación en el ámbito deportivo.
Esa (re)conquista de la dignidad arrebatada, en este lugar del planeta, aparecería teñida por reivindicaciones que aluden a una cuestión nacional que se vería definida en una parte sustancial como réplica a la petición, por parte del ministro de Hacienda, Germán Gamazo, de la supresión de acuerdos económicos propios. Una respuesta a dicho llamamiento que, unida a todo un movimiento en Occidente que se alimentaba de los nacionalismos anticolonialistas, define el mapa insurrecto alrededor de un sentimiento “vasquista” que se opone tanto a los centros de poder autóctonos, aliados de los intereses centralistas, como a los propios mandatarios de las instituciones. Tumultuoso ecosistema que revela una necesidad de las clases populares por convertirse en sujeto político y también protagonista de los campos de juego.

CONVIVENCIA ENTRE EL VIEJO Y NUEVO CONCEPTO DEPORTIVO
Esa búsqueda encontró en los llamados “sports”, deportes colectivos de origen anglosajón, una puerta abierta más o menos ancha en función del desarrollo de estructuras existentes previamente en cada lugar concreto, siendo en Inglaterra fundamentales la universidad o los grupos asociativos; en Alemania, la educación militar y en el Estado francés, el apoyo institucional y los mecenazgos. Impulsores que, sin embargo, en la Península Ibérica serían casi inexistentes, siendo Euskal Herria uno de los escasos focos donde la tradición, representada por la pelota, el remo, los harrijasotzailes, aizkolaris o korrikalaris, ejerció como suelo fértil donde germinar un concepto lúdico arraigado en el pueblo.
Otra de las extremidades necesarias para articular ese sentimiento deportivo fue el auge de la preocupación por la educación física. Dado que institucionalmente son pocos y débiles los recursos utilizados para esos fines, la decisión de la Diputación Foral de Bizkaia de incorporar un profesor de gimnasia en el Colegio Bizkaia o la regulación del Ayuntamiento de Bilbo en dicha materia en las escuelas públicas resultan especialmente destacables. Una promoción de la rutina atlética que, al mismo tiempo, se nutría del legado terruño en ejemplos paradigmáticos como la decisión del Club Deportivo de Bilbo por atraer deportistas del medio rural. Limitados pero imprescindibles progresos de cara a construir una base más sólida.

EL CAMPO DE JUEGO, CONSECUENCIA DEL CAMBIO SOCIAL
En ningún retrato colectivo que aspire a ser riguroso se puede obviar la influencia de los cambios estructurales a los que está sometido. Y la reorganización social que se vive a finales del siglo XIX determinará en su totalidad el camino emprendido por cualquier tipo de representación, también deportiva. Por eso su trayecto estaría marcado por el paso de los tres estamentos de mayor proyección entonces: la burguesía local, el viajero y el profesional de origen extranjero llegado a suelo vasco como consecuencia de la expansión industrial. Será el primero de ellos, como clase naciente en busca de status, quien busque la representación de su propia idiosincrasia en descubrimientos deportivos, el más importante la creación del Athletic de Bilbao en 1898, a los que legará su condición predominantemente urbana y de raíz anglosajona; punto de partida pero no necesariamente de llegada.
Más allá del factor competitivo, este tipo de actividades representan un conducto para la sociabilidad, ya previamente arraigado en nuestro suelo con disciplinas -como el remo o la pelota- de gran demanda popular, y el trasvase de ideas. Un fluir en el que la inauguración de gimnasios, todo ello gracias a la proclamación de una menos restrictiva ley de asociaciones en 1887, resultaba trascendental, así el Zamacois en Bilbo, el creado por Soroa en Donostia, o el albergado por el Centro Vasco de Iruñea, se convertían en bulliciosos epicentros de interacción. Y si una disciplina adoptó la labor entonces de aunar el profesionalismo y el lazo comunitario fue el ciclismo, al que su virtud de ser también un medio de transporte benefició para un predicamento que germinaría en el Club Velocipédico de Bilbo o por medio de instalaciones como el Velódromo ubicado en la capital bizkaitarra.
Una eclosión atravesada también por debates políticos en torno a su centralización y que derivaría en la creación de la Unión Velocipédica Vasco-Navarra y el soporte mediático aportado por la revista mensual “La bicicleta de Pamplona”. En este caso, las ruedas eran, además de una afición compartida, el vehículo hacia la expresión de remozados rasgos identitarios.
Pero como en todo proceso evolutivo, su discurrir nunca es lineal, y en esta ocasión la arraigada mentalidad católica en Europa meridional supuso un freno al progreso deportivo consecuencia de una educación que priorizaba el aspecto espiritual sobre el físico. Tanto unas políticas en ese ámbito débiles, como las huellas dejadas por la guerra Franco-prusiana, que impuso un espíritu militarista, completaban un escenario conformado en torno a la llamada “modernidad defensiva”, una suerte de coraza que pretendía ejercer como reacción antiliberal y protectora de una “identidad nacional” que se sentía amenazada por un curso de la historia dispuesto a alterar sus espacios de dominación. Elementos que lastraban la implantación popular del deporte, un aspecto que, a pesar de tener todo en contra, conseguiría sobreponerse y exhibir músculo.
El paisaje ofrecido por un capitalismo que tomaba rumbo a su etapa imperialista, donde el sector financiero se transformaba en hegemónico y las élites disfrutaban de una paz social sustentada en las cada vez mayores desigualdades económicas, trasladaba ese conflicto al ámbito deportivo, donde el restrictivo elitismo se enfrentaba a un expansionismo aupado por la voz de pedagogos y educadores, que ensalzaban su condición saludable, y respaldado por el surgimiento del primer proyecto de Ley de Obligatoriedad de la Educación Física.

CULTURA DE MASAS, VÍNCULO COLECTIVO
Tal polarización desembocaría en Euskal Herria a través de tres corrientes que, a su manera, desplegaban sus propias señas particulares. Mientras que los deportes tradicionales se diferenciaban entre los llamados impertérritos, aquellos más reacios a la mercantilización, como harrijasotzailes, aizkolaris o korrikalaris que contaban con sus particulares órganos de propagación con los bertsolaris o los bertso paperak, y los adaptados, que asumían su influjo anglosajón, como la pelota y el remo, disciplinas donde la modernización dejó su huella por ejemplo en el espíritu competitivo de las traineras, los denominados “sports”, encabezados por el fútbol con aparición de múltiples clubes (Irun Foot-Ball Club, Arenas de Getxo, Real Sociedad...) o el rugby, se instalaban principalmente en la Cuenca del Nervión y en el triángulo formado por Tolosa-Donostia-Irun, siendo capaces de organizar campeonatos estatales de ciclismo o atletismo. Cada uno a su forma, impulsaron una cultura de masas que no era ajena a la disputa política que se formulaba en ese cambiante escenario.
La expansión de los encuentros deportivos con rumbo a un público mayoritario no estuvo exenta de críticas, incluso llegadas de quienes habían sido algunos de sus valedores, preocupados ahora por el monopolio del espectáculo frente a otros valores. En la instauración de ese elemento ocioso, con destino a convertirse en un sector económico boyante, incluso miradas más “terruñas”, representadas por el periódico “Excelsior”, la celebrada Olimpiada vasca de 1918, la fundación de la Federación Vasco-Navarra de Alpinismo o estructuras como San Mamés, empujaron su asentamiento. Una instauración que, pese a su evidente condición interclasista, acogiendo sectores hasta ese momento despreciados, seguía dirimiendo una batalla contra los viejos valores, todavía perceptibles en el esnobismo asociado a ciertos ejercicios como el polo, la hípica o el automovilismo, y alentando una evolución en la mentalidad ligada al hecho deportivo, reescribiendo un relato que dejaba atrás la figura del ilustre caballero medieval para, asumiendo el concepto de equipo, derivar en la exaltación del joven triunfador, un paradigma asociado al capitalismo.
La lucha por el dominio ideológico también se oficiaba en los campos de juego, algo que entendieron las dos vertientes mayoritarias que disputaban convertirse en referencia ciudadana: el marxismo y el “vasquismo” jeltzale, siendo el ámbito eclesiástico un convidado de piedra visible pero reacio a cualquier reflexión en clave de progreso. Espoleado por su organización juvenil, Euzko Gaztedi, el PNV canalizó su idilio deportivo como forma de vehicular su mirada particular, cuyo caso más evidente sería el Athletic Club, y con el fin de crear estructuras propias, como la Vuelta al País Vasco, de cara a generar una asociación entre su nombre y la realidad del país. Aspiraciones similares a las esgrimidas por el ala socialista, que en torno a sus “casas del pueblo”, siendo sus epicentros Eibar, Bilbo o Barakaldo, pretendía alentar un sentido más pedagógico y ligado a la educación física bajo un signo “obrerista”. A medio camino de ambas tendencias, el movimiento Mendigoizale expresaba su pulsión soberanista enfrentada al nacionalismo burgués. Un plantel de actores que exponía las contradicciones generadas por un periodo de claro anhelo transformador.
![Cartel de la Olimpiada Popular de Barcelona. [Libro L’altre Olimpiada, (Pujadas y Santacana, 1990)] Cartel de la Olimpiada Popular de Barcelona. [Libro L’altre Olimpiada, (Pujadas y Santacana, 1990)]](https://www.naiz.eus/media/asset_publics/resources/001/253/574/original/1381_22dep18.jpg?1753306892)
FASCISMO O LIBERTAD
Mientras que la antesala a la llegada de la II Segunda República encarnó, en la presencia de Primo de Rivera y su dictadura, una peligrosa asociación entre deporte y militarismo, con la llegada de la bandera tricolor hubo un esfuerzo por recuperar su versión democrática e inclusiva. Dos estratos como la clase obrera y las mujeres, que completan su derecho al voto y al divorcio con la celebración de olimpiadas propias y su presencia en áreas reservadas para hombres en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928, se significan como estandartes de ese carácter aglutinador. Avances políticos y sociales que aspiraban a la construcción de un tejido deportivo que fuera el espejo de una sociedad más justa.
Un recorrido que oscilaba entre un carácter integrador, como el hecho de que la pelota vasca fuera capaz de esquivar su ascendencia rural para instalarse también en las villas, pero que también registraba viejas segregaciones, contando, por ejemplo, con cotos vedados para bolsillos pudientes como el Jolasketa de Neguri. Mientras se celebraban esas disputas, las clases populares cada vez se acercaban más a deportes como el fútbol, ciclismo o atletismo, espacios de identificación sociopolítica y transversal que además incrementaban sus seguidores a raíz de los buenos resultados, representados por figuras individuales, como los ciclistas Ezquerra y Cañardo o los boxeadores Uzcudun y Gaztañaga, o por los éxitos colectivos del Athletic o los ascensos de categoría protagonizados por diversos equipos. Cada vez era más evidente que las arengas en favor de un club determinado estaban preñadas de un sentimiento colectivo emancipador.
Sabedores de la importancia de canalizar ese sentimiento, y también gracias a la falta de interés del sector socialista y la rotunda negativa de los libertarios por abrazar cualquier manifestación profesionalizada, la facción comunista intentó curar su falta de presencia en las calles recogiendo ese clamor deportivo. Un posicionamiento que persigue agrupar diversos sectores en torno a una alianza popular y antifascista. Una determinación que, si tuvo su primer intento en la fallida Federación Deportiva Obrera, la posterior creación en Castilla de la Federación Cultural Deportiva Obrera supondría una herramienta orientada explícitamente a la transformación social.
Aunque no sin las lógicas disputas entre las diversas corrientes, sus postulados básicos, que asumen una identidad revolucionaria y feminista, además de un alejamiento de la profesionalización del deporte, no son ajenos al concepto desarrollado en Euskal Herria. De ahí que la presencia de una federación nacional vasca, propiciada en parte gracias a la asunción de las tesis leninistas respecto al derecho a la autodeterminación de los pueblos, asumiera grandes cotas de autonomía y representatividad. Una labor sustentada por un evidente influjo ideológico ligado al Partido Comunista de Euskadi y su publicación “Euzkadi Roja”, partícipe de una tendencia internacional que buscaba una alianza progresista versátil y transversal contra el auge del fascismo.
Llamamiento que tuvo su episodio más significativo en el boicot realizado a la elección en 1936 de Berlín, y su régimen nazi, como sede olímpica, derrotando a la otra candidata, Barcelona, en lo que significaba una clara declaración de intenciones. La oposición a dicha ominosa celebración pasó de lo simbólico a lo tangible cuando se decidió “contraprogramar” ese evento con unas olimpiadas populares a celebrar en la capital catalana como intento por reverdecer un espíritu competitivo donde primara el pacifismo y la solidaridad.
Una competición que perseguía servir como un inédito modelo deportivo transformador derribando tres pilares tradicionales: la hegemonía del estado-nación, presentando selecciones nacionales procedentes de pueblos sin estado, como Euskal Herria, Galiza o Catalunya; la separación entre profesionales y atletas populares y la dictadura masculina. Dado el alto significado que suponía la presencia de la expedición vasca, su relevancia hizo que existiera un propio comité proveniente de Euskal Herria en el proceso de creación y preparación, un papel de indudable significación, como demuestra que en su comité de honor aparecieran personalidades que iban de Ernesto Erkoreka, alcalde de Bilbo encarcelado, al redactor del “Liberal” Tomás Isasi. Un paradójico ejemplo de que la alianza de fuerzas diversas en contra de un enemigo común consiguió mucho antes su escenificación en el deporte que en la vida política.

DEPORTISTAS EN LA TRINCHERA
Si el 19 de julio de 1936 estaba previsto inaugurar dichas Olimpiadas Populares, el golpe de Estado contra el Gobierno republicano abortó dicha celebración. Esa macabra interrupción, sin embargo, no impidió que deportistas listos para la competición trasladaran sus ansias al campo de batalla. Impulsado por la Federación Cultural Deportiva Obrera de Euskadi, el Batallón Cultura y Deporte, con hasta setecientos integrantes procedentes de diversos clubes, combatió, como queda reflejado en algunos escritos, por la liberación nacional y social del pueblo vasco. Su final, como el de tantos nombres que lucharon por la libertad, quedó oscurecido por las fauces franquistas que cubrieron de un necrológico telón negro la historia.
No faltan motivos para juzgar hoy en día al deporte como uno de los brazos ejecutores de la naturaleza alienante del capitalismo. Pero esa reflexión no deja de ser el diagnóstico de un momento histórico concreto, el actual, y que, como nos revela el libro de Iker Ibarrondo-Merino, no siempre fue así. Hay quienes en el pasado compitieron para conseguir un porvenir donde nuestros juegos se pudieran desarrollar en un mundo más fraternal y menos codicioso. Visto desde la perspectiva presente, su intento no ha conseguido germinar bajo aquellas loables pretensiones, pero quizás sí haya un aprendizaje que nadie pueda enterrar, y es que el progreso en cualquier actividad humana, como seres sociales que somos, impregna todas las demás. Y aunque nos han enseñado a dar por perdida la partida de buscar una sociedad más libre también en el ámbito deportivo, sabemos que ganar, aunque parezca inviable, nunca deja de ser una posibilidad.

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