IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Miedo a mi hija

El vínculo entre los padres y sus hijos a lo largo de su crianza es uno de los más potentes de la naturaleza. Como podemos imaginar, y como la ciencia ha demostrado, estos vínculos, más allá de la razón por parte de los adultos, aseguran el cuidado del bebé, una criatura que necesita que otros cubran sus necesidades durante largo tiempo. Sin embargo, este vínculo es bidireccional y lo que para el niño o la niña es un seguro de cuidado, para los adultos es una experiencia a menudo nueva y que despierta mucha vulnerabilidad, con la inseguridad que conlleva decidir sobre una criatura frágil y necesitada, tener que aprender un idioma sin palabras, etc. Al mismo tiempo, y como en todas las experiencias relevantes que tenemos, también se activan espontáneamente los recuerdos.

A lo largo de los años de crianza, los padres y madres van a revivir momentos de su propia niñez, y van a traer al presente sensaciones de aquella época, pero de forma distinta. Como los individuos en sí, también las historias de vida son únicas en cada persona. Somos creativos a pesar de las dificultades que vivimos en momentos delicados de nuestro desarrollo y no necesariamente replicamos lo vivido con las generaciones posteriores, pero es un hecho que se despertarán dichos recuerdos cuando una persona se convierte en madre o padre. A medida que el niño o la niña crece, nuevas escenas del repertorio de la memoria pueden ir surgiendo, con sus consiguientes reacciones, de modo que, llegada la adolescencia, un padre o una madre habrá revisado, siendo más o menos consciente de ello, toda su propia historia a través de su hijo o hija. Habrá tenido que elegir entre ofrecerle un tipo de relación similar a la que él o ella vivió con sus propios padres u otra con grados de diferencia.

En cierto modo, y gracias a esa capacidad casi telepática que tienen los niños y adolescentes de detectar la vulnerabilidad en sus padres, la crianza se convierte en una confrontación con la propia historia que no siempre se hace explícita, por lo que a menudo esta reflexión no tiene oportunidad de plantearse. Algunas veces, en mi práctica como psicoterapeuta, me he encontrado con adultos y adultas que sentían emociones y sentimientos muy intensos ante su hija o su hijo de corta edad. Quizás un gesto o una actitud por su parte era como un interruptor que encendía en el progenitor una cascada de emoción y a veces hasta una sensación de indefensión, como si de repente se diera vuelta a la tortilla y fuera esa niña o ese niño quien tuviera poder sobre una adulta treinta años mayor. O padres o madres que se sentían manipulados por su hija de 4 años, o desbordados por no poder contener las rabietas de su hijo de 8. Todos ellos tenían la sensación de hacerse pequeños, de bloquearse, y actuaban con tensión para tratar de que sus hijos no reaccionaran de la manera que lo hacían (natural, por otro lado).

En nuestra sociedad hemos creado una figura prototípica de un padre o una madre que vive por sus hijos, casi a costa de apartar la idiosincrasia personal, por lo menos por unos años (lo que se extiende a otros roles en torno a la crianza de la niña o el niño). Sin embargo, es responsabilidad de los adultos ante las nuevas generaciones alejarnos del tópico, ser honestos y recorrer nuestra historia, para poder diferenciar lo que corresponde al recuerdo, por intenso que este sea, y lo que le pertenece al presente. Y es que ser conscientes de esta diferencia, de que realmente un niño de 6 años no puede dañar a una persona adulta, o de que un adolescente no puede echar abajo todo el sistema de valores, es dar dos oportunidades. Una a nosotros para actuar y sentir diferente, y otra a quien viene detrás para que ni tenga que vivir de una sola manera.