Ingo Niebel
VIAJE A LA MEMORIA HISTÓRICA

Viaje a la memoria histórica y a la Nada

Hasta 1945, la carretera nacional B1 unía Berlín con sus territorios más orientales. Hoy en día termina a tan solo 80 kilómetros en la frontera con Polonia. Pasa por alturas, campos y bosques que dieron lugar a la última gran batalla de la Segunda Guerra Mundial. Lleva a tres lugares distintos, donde alemanes, rusos y polacos tratan a su manera la memoria histórica.

Soy forense, pero no como Huesos». A Joachim Kozlowski no le gusta que le comparen con la figura de Temperance Brennan, forense antropológica de la serie policíaca “Bones”. «Mi trabajo es otro», explica el exparamédico al grupo de periodistas internacionales, adscritos a la Asociación de la Prensa Extranjera (VAP) de Berlín, que le visita en el cementerio militar de Lietzen. Su “laboratorio” dista mucho del hipermoderno espacio donde la mencionada serie de televisión soluciona sus casos. Kozlowski recibe a sus visitantes en un pequeño edificio del tamaño de un garaje. La luz solo entra por la puerta y unas pocas ventanas. Un potente foco colocado en un trípode ilumina la mesa de trabajo. La luz artificial es un desastre desde el punto de vista fotográfico, pero aclara lo que hay entre las cuatro paredes: cruces arrancadas con fotos de soldados alemanes e innumerables ataúdes negros, de cartón y de un tamaño muy reducido, hechos para acoger huesos, nada más. Kozlowski calcula que en este recinto se hallan unos 200 muertos. Espera que pronto descansen en paz, para siempre, en el cementerio militar que les corresponde. No hay calefacción. El frío que trae el viento desde fuera se mezcla con el olor a moho, a tierra podrida, que surge de una caja de plástico. De ella, Kozlowski no saca el cráneo, sino un fémur para mostrárselo a los informadores, mientras explica su trabajo.

A primera vista, su tarea parece mucho más sencilla que la de “Bones”: no ha de aportar pruebas sólidas para un juicio, ni tiene que perseguir a los autores porque el hecho es conocido. El crimen se llama “Segunda Guerra Mundial” y a sus responsables les sentenciaron el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, en 1946, y la Historia. Lo que pasa por las manos de este peculiar forense, que no fanfarronea de su macabra labor, son los restos de soldados alemanes y soviéticos, o de civiles de todas las edades y nacionalidades. «Solo en casos muy especiales se suele practicar una autopsia», cuenta Kozlowski haciendo referencia al caso de un piloto de caza, imposible de identificar por la vía habitual. «Entonces hay que despertar el interés de algún Instituto Forense para que corra con los gastos», dice. El hombre, de unos 40 años, responde tranquilamente, a veces con un tono sarcástico. Le gusta su trabajo, porque ya no es como el de antes, cuando el paramédico trataba con «muertos de carne y sangre». En alemán le llaman «trasladador (de restos humanos)». El año pasado encontró 512 cadáveres. La rutina se rompe cuando se topa con mujeres y niños. «El trabajo me ha hecho pacifista», reconoce.

Su puesto es único en Alemania. Las autoridades o vecinos le contactan cuando han encontrado los restos de algún soldado. Kozlowski, vestido con pantalones y botas confeccionados acorde con la Ley sobre Seguridad en el Trabajo, guantes, pala y una maleta metálica con otras herramientas, empieza a desenterrar los huesos, siempre en busca de la placa metálica que identifica a los alemanes. Los soviéticos usaban un rollo de cartón que contenía los datos personales. En una hoja de papel apunta la edad y la estatura del fallecido, la posible causa de la muerte y otros datos que pueden servir para su identificación. Sus datos los corrobora o no el Deutsche Dienststelle (WASt). Este departamento alemán es una antigua institución castrense que informaba a los allegados cuando un soldado había caído preso, herido o muerto en combate. Por eso se puede identificar a uno de cada tres soldados muertos.

El trabajo en primera línea no está exento de riesgo. A veces Kozlowski tiene que esperar a que los desactivadores rastreen la zona. Sobre todo, la región entre Berlín y la actual frontera con Polonia sigue siendo un gigantesco campo de batalla con toneladas de todo tipo de munición de guerra y miles de muertos. A por estos últimos van los «arqueólogos amateurs» buscando armas y medallas en las viejas trincheras, revolviendo las tumbas. Lo que encuentran lo coleccionan o lo venden por Internet. Kozlowski no los tolera, porque le imposibilitan la identificación de los caídos. «Cuando les veo entrar en un bosque, les doy treinta minutos para salir, después llamo a la Policía». No solo se trata de una infracción, sino también de un delito si los buscadores se llevan armas de guerra.

Kozlowski recurre a una cita de un general ruso para explicar el motivo de su trabajo: «La guerra solo ha terminado cuando el último soldado ha encontrado una sepultura digna». Esta mentalidad compagina con la de la Comisión de Conservación de Tumbas Militares Alemanas, la Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge (VDK), que le paga por su trabajo. Se trata de una asociación de carácter privado fundada en 1919. El 70% de su presupuesto lo aportan sus 350.000 socios y donantes, y el 30% restante, el Estado. En 45 países atiende a 832 cementerios con más de 2,7 millones de muertos. Cada año se trasladan unos 30.000 restos, muchas veces de tumbas provisionales a lugares preparados donde puedan descansar en paz. «Cada persona se merece su tumba», resume su credo Oliver Breithaupt, director del comité regional de Brandenburgo. Hace 25 años, después de la unificación alemana, el trabajo de la VDK aumentó, porque «nos llamaron vecinos de la desaparecida República Democrática Alemania (RDA) diciendo que en su jardín yacían aún los restos de soldados de la Segunda Guerra Mundial». Por razones ideológicas, el Estado socialista no se ocupó de esta labor, porque no era compatible con su idiosincrasia dar sepultura a integrantes de la fascista Wehrmacht y de las SS. La política de la VDK es otra, ya que se ocupa también de las fosas comunes de aquellas personas que murieron después de la guerra en los “campos especiales” del servicio secreto soviético por ser considerados funcionarios, espías, guerrilleros o criminales de guerra nazis.

Pero ¿es igual cada muerto, la presa de un campo de concentración y un miembro de las SS? Breithaupt no hace esa distinción, los extremos políticos sí. Los antifascistas salen a manifestarse cuando se entierran a integrantes de las SS, mientras que los neonazis buscan justamente eso para hacer apología. El representante del VDK quiere despolitizar su labor, reduciéndola al aspecto meramente humano. Para ello, su organización ha puesto online un banco de datos con los nombres de los soldados alemanes muertos entre 1914 y 1945 que ha podido identificar. En el cementerio de Lietzen, sus nombres figuran con las fechas de nacimiento y de fallecimiento en varias lápidas.

La batalla de Seelow. Otra forma de recordar la Segunda Guerra Mundial se encuentra en el Memorial de los Altos de Seelow, a pocos kilómetros de Lietzen. Es la única instalación en la República Federal de Alemania (RFA) que se centra en una batalla militar. «Por eso no recibimos ninguna financiación por parte del Estado federal y de la República», explica su director Gerd-Ulrich Herrmann. Su forma de hablar le delata como militar y poco a poco reconoce que primero vistió el uniforme del Ejército Nacional Popular de la RDA y que después de 1990, siguió en las FFAA de la RFA.

Desde la perspectiva del oficial que era, resume la batalla de Seelow, en la que se enfrentaron un millón de soldados en abril de 1945. Fue la mayor batalla terrestre de la guerra. Sobre el número de caídos, guarda silencio porque no hay datos confirmados. Berlín no tuvo tiempo para contar sus bajas, Moscú las guardó en secreto. Tal vez cayeron más de 100.000 soldados, pero también un sinfín de civiles dejaron sus vidas, atrapados en una lucha que debía abrir al Ejército Rojo el camino hacia Berlín o, justamente, evitarlo. Stalin quería que la capital nazi cayera para el 1 de mayo de 1945. Para lograr tal objetivo, sus mariscales no ahorraban en material ni en personal. Había nueve soldados soviéticos por cada alemán. A este último, le favoreció la geografía y su artillería no podía fallar, porque las unidades soviéticas se atascaron en los pocos puntos donde podían cruzar el río Oder y subir las alturas de Seelow. La parte alemana y sus socios extranjeros, encuadrados en unidades de las SS, opusieron una dura y desesperada resistencia para evitar que la Unión Soviética les pasara factura por las crueldades cometidas en territorio soviético tras la invasión de 1941.

Al final, Berlín capituló el 2 de mayo. Seis meses después, la URSS inauguró el Memorial de Seelow que se halla al pie de un gigantesco soldado de bronce. En 1972, la RDA añadió un museo. En una placita quedan un lanzacohetes tipo Katyusha, un tanque T-34, un cañón y más material bélico que lleva la estrella roja. «Antes vivía el 8 de mayo como una fiesta», recuerda Herrmann el día de la capitulación incondicional de la Wehrmacht. «Primero se depositaba un ramo de flores y después festejamos con los rusos», añade. En la RFA nunca era día festivo, como mucho conmemorativo, aunque en su histórico discurso del 8 de mayo de 1985, su presidente Richard von Weizsäcker lo llamó «un día de la liberación».

El Memorial sobrevivió el cambio político de 1989/90, porque la RFA tuvo que comprometerse a cuidar los monumentos soviéticos. Era el precio político para que Moscú retirase sus tropas. Según Herrmann, la exposición es ahora más objetiva y crítica que antes. Su marcado carácter militar atrae a diferentes tipos de visitantes. Con todos, sin exclusión, se quiere mantener el diálogo, aunque también hay neonazis que siguen los pasos de sus anheladas divisiones de las SS. El último encuentro entre veteranos de ambos lados tuvo lugar hace una década. Cada vez quedan menos. Y con ellos, muere también la razón de ser de este lugar, si no se renueva. Para ello necesitaría el adecuado asesoramiento científico. Si no, y dadas las malas relaciones con Rusia, podría desaparecer tal y como ya ocurrió con el monumento que la URSS construyó en la fortaleza de Küstrin.

Entrada en la Nada. Situada en la orilla oriental del Oder, cerca de Seelow, el pueblo pertenece a Polonia desde 1945. Ahora se llama Kostrzyn nad Odrą. Los muros de la fortificación centenaria sobrevivieron a la guerra, pero no el núcleo histórico de la villa que protegían hasta 1945. Quien hoy en día pasa por su Puerta de Berlín entra a la Nada. Declarada “fortaleza” por Hitler, su general SS Heinz Reinefarth estaba al mando de la misma y lideró su destrucción. «Es el carnicero de Varsovia», constata Ryszard Skalba, director del museo de la fortaleza, mostrando una foto del distinguido oficial. En 1944 ordenó a sus unidades ucranianas que liquidasen la revuelta en la capital polaca fusilando a miles y miles de civiles. Aun así, no acabó ante los tribunales, sino como alcalde de la isla de Sylt, la Marbella germana de la jet-set alemana. Solo el año pasado, su sucesora en el cargo, Petra Reiber, reconoció públicamente que «este es un criminal de guerra y un asesino, así de claro». «Por estas declaraciones y el respectivo gesto en Varsovia, ha tenido muchos problemas en Sylt», comenta Skalba.

Visibiliza el pasado arquitectónico de Kostrzyn con viejas fotografías, porque incluso de las ruinas queda poco, ya que las piedras servían para reconstruir Varsovia. La naturaleza ha reconquistado el terreno. Solo se ven las calles y algunos escalones que suben a casas inexistentes o bajan a sótanos oscuros que tienen prohibida la entrada. Una cruz entre muros destruidos marca el lugar donde se hallaba la iglesia, diametralmente opuesta al palacio también reducido a sus fundamentos. El centro de la ahora invisible plaza principal lo define el zócalo sin la figura del fundador del lugar. «Debajo de donde se hallan ustedes ahora, encontramos hace poco veinte cadáveres», cuenta Julia Bork, la asistente de Skalba. Se encontrarían más si se empezara a reconstruir la villa. «Para ello, harían falta inversores», dice el director en perfecto alemán, «no solo por las obras de construcción, sino también por la desactivación de la vieja munición». Algunos restos se encuentran en la exposición ubicada en una casamata reparada.«A los niños les gusta coger las metralletas y ametralladoras que hemos puesto a disposición del público para que vea con qué armas se luchaba entonces», añade. También relata sin pudor alguno que en la anual escenificación de acontecimientos militares de diferentes épocas, «los alemanes ponen cara rara cuando ven que sale gente vestida de SS para luchar contra el Ejército Rojo». En Alemania se penaliza llevar uniforme o insignias de una organización nazi. La memoria histórica se convierte en un teatro para atraer a turistas, preferiblemente alemanes, no rusos. El monumento soviético a sus caídos fue desmantelado por las autoridades de Kostrzyn ya en 2008, que alegaron su estado ruinoso. Así queda más espacio para un proyecto que libra a la historia de su contenido político al servicio de la industria turística. Tal vez es lo que necesitan los habitantes de una región que para las aves es un paraíso y para las personas, «el fin del mundo», como dice Skalba.

Tres lugares distintos, tres formas diferentes de tratar el recuerdo que dejó la guerra mundial entre alemanes, polacos y rusos.