GARA Euskal Herriko egunkaria
CRÍTICA «La fiesta de despedida»

Adiós con el corazón, que con el alma no puedo


Hay películas que son distintas a todas, o que resultan tan especiales que no te dejan indiferente. “La fiesta de despedida” es una obra única e imposible de olvidar, y que ha provocado risas y aplausos en los festivales internacionales, llevándose el Premio del Público en la Mostra de Venecia y triunfando en la Seminci de Valladolid. La razón por la que cala tan hondo es por su cercanía, por su manera de conectar con el anciano que todos llevamos dentro.

“La fiesta de despedida” juega con la dualidad esencial del ser humano a placer, porque habla del miedo a la muerte desde una concepción de la vida como celebración. Y en eso le lee la cartilla a Haneke y su drama terminal “Amour”, ya que Sharon Maymon y Tal Granit demuestran que se puede hablar de los temas más graves con humor, aunque para ello tengan que recurrir a la comedia negra.

Estoy convencido de que quien ha iluminado a la pareja de realizadores y guionistas israelíes es Woody Allen, porque desde siempre el neoyorquino ha sabido en sus películas bromear con todo cuanto para los judíos es sagrado. De esta manera resulta más fácil romper con tabúes como el de la eutanasia en relación con la máquina de matar, algo que desde el holocausto se había convertido en materia intratable por los experimentos nazis del pasado.

El inventor aficionado del geriátrico que crea la máquina de la «autoeutanasia» no es el Doctor Muerte precisamente, sino un simpático viejecito que se solidariza con otros internos que necesitan de una última ayuda para irse de este mundo dignamente y sin sufrir más de lo necesario. Prueba de ello es que construye su artilugio con elementos cotidianos como una cadena de bicicleta o cuerda de reloj. El hombre hace lo que está en su mano, y por eso distorsiona la voz en el teléfono, haciendo creer a los enfermos que están recibiendo una llamada divina con consejos útiles.