20 JUL. 2015 FESTIVAL DE JAZZ DE GASTEIZ EL PRECIO DE FORMAR PARTE DE LA LEYENDA POR UNA NOCHE CHICK COREA Y HERBIE HANCOCK, DOS DE LAS FIGURAS PIANÍSTICAS MÁS IMPORTANTES DE LA HISTORIA DEL JAZZ, CELEBRARON EL SÁBADO UN ENCUENTRO EXTREMADAMENTE DESIGUAL EN UN RECITAL TAN HISTÓRICO COMO ERRÁTICO Y DECEPCIONANTE. LA IMAGEN PRESENTE NO HIZO JUSTICIA A LA LEYENDA. Yahvé M. DE LA CAVADA La primera vez que se hace, y los nombres en la cabecera del programa lo justificaban. Cuando uno se sienta ante un par de leyendas, es normal ajustar la propia disposición a las circunstancias y, lo que musicalmente se presenta como un menú de efectividad cuestionable, se convierte en una cita ineludible, una oportunidad para, durante un par de horas, formar parte de la leyenda. Chick Corea y Herbie Hancock son dos de los pianistas de jazz más importantes e influyentes de la historia y, la resurrección de su gira en dúo en 1978 es, independientemente de su contenido creativo, uno de los eventos jazzísticos del año. Desde la organización insisten en promocionar el festival como «una selección del mejor jazz del mundo», una afirmación que funciona como eslogan de campaña, pero que está muy lejos de la realidad. El de Gasteiz es uno de los festivales más importantes del Estado y goza de gran prestigio internacional, pero su querencia por reincidir en los grandes nombres norteamericanos y la línea conservadora y populista de su programa hacen que aún tenga muchas asignaturas pendientes con otras escenas. Nadie le quita la excelencia de su posición en Europa pero urge una renovación a partir del reconocimiento del terreno en varios ámbitos jazzísticos para fomentar una necesaria ampliación de su rango de acción artístico. No olvidemos que en Europa juegan muy duro con esto del jazz. La actuación de Corea y Hancock, por otro lado, era un punto a favor de la personalidad tradicional del festival, uno de esos conciertos que dejan huella salga como salga. Irrepetible e histórico, sin duda, adjetivos aplicables al evento incluso antes de que sonase la primera nota. Luego están las previsiones —musicales, se entiende— y el resultado. Un poco de contexto, para establecer las primeras. Hancock y Corea son dos de los nombres (junto a McCoy Tyner y Keith Jarrett) que sentaron las bases del piano jazzístico post-Bill Evans a partir de la segunda mitad de los años 60. Se podría decir que prácticamente no hay pianista posterior que se haya librado del influjo de sus avances en el teclado, lo cual da una idea de la envergadura de su encuentro. De los dos, Hancock es el más influyente y el que ofreció al género avances más consistentes, pero Corea es, posiblemente, el más completo como pianista. Sus carreras se lanzaron de forma volcánica a partir de su militancia en los grupos de Miles Davis (Corea fue el reemplazo de Hancock a finales de los sesenta) y, a partir de ahí, solo una coincidencia remarcable unió sus caminos: su gira a dúo en el 78, inmortalizada en dos álbumes dobles publicados al abrigo de uno y otro. Lo que escuchamos el sábado en Gasteiz fue una extensión de aquella gira, un reflejo fiel de cada uno de los pianistas en un contexto en el que, entonces como ahora, estaban en una gran desigualdad. Corea es un músico que ha cultivado asiduamente el dúo de pianos —un formato extremadamente arriesgado y exigente— como atestiguan un buen puñado de giras y grabaciones con músicos como Gonzalo Rubalcaba, Stefano Bollani, Friedrich Gulda, Hiromi o Tete Montoliu, junto al que hace exactamente 20 años protagonizó una velada absolutamente memorable en el mismo escenario de Mendizorrotza. Hancock, por su parte, ha tocado en este formato muy poco, y en general se prodiga mucho menos que Corea, lo que hace que esté en una mala forma inaceptable para un músico de su prestigio. Esa desigualdad, manifiesta en el 78, por la falta de dominio de Hancock en el formato, y abrumadora en 2015, por la enorme distancia en la forma y capacidad de un pianista y otro, se tradujo en Gasteiz en el peor escenario posible: uno en el que Corea se mantuvo supeditado a los planteamientos de Hancock, que no hubiese podido seguir los estándares del primero en esas circunstancias. Así, la histórica cita se planteó como una sesión tan amistosa como errática, con algunos momentos brillantes (faltaría más, con semejantes implicados) y una larga serie de desaguisados solventados más o menos competentemente por uno y otro. En el lado positivo, algunos movimientos armónicos de Hancock que reflejaban ecos de sus mejores tiempos, y otros cuantos de Corea, que fraseó con más autoridad y solvencia que su interlocutor. En el negativo, un repertorio anodino con inevitables paradas en “La Fiesta”, “Cantaloup Island”, “Spain” y un más chocante, por cómodo e innecesario, “All Blues”, completado por composiciones e improvisaciones que se mantuvieron entre lo irrelevante y lo absurdo, y el empleo de algunos gadgets y teclados que, en aras de una supuesta variedad, resultaron en un completo sinsentido. Pero la leyenda está ahí, y nadie puede quitarles eso. Ni a nosotros. Como ir a visitar la Estatua de la Libertad en un día de lluvia: puede que no sean las mejores condiciones para ello, pero nadie puede decir que no estuvimos allí. Tendrá que bastar con e