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El último videoclub


La nostalgia es tan selectiva como la memoria, y dentro de la cinefilia se suele llorar mucho más el cierre de una sala de proyección que el de, por ejemplo, un videoclub. A mí me debe afectar lo mismo, porque recuerdo haber escrito sendas columnas de despedida cuando se cerró el Potemkin en Iruñea o Euskalbideo en Donostia. Ahora me avergüenzo un poco de ello, porque Albert Plá dio en la clave cuando dijo que lamentarse por el cierre de la tienda de la esquina o del bar de debajo de tu casa es de urbanitas quejicas que no son capaces de asumir que la ciudad es una constante transformación, mientras que la gente de campo ha de ser conservacionista por naturaleza.

Sandi Harding, gerente del único videoclub de la cadena Blockbuster que permanece abierto, se ha convertido en un mito viviente para tarantinianos y defensores de los establecimientos de alquiler de películas en formato doméstico. Es la última mohicana del sector, al igual que lo es Steven Spielberg en su solitaria batalla perdida de antemano contra Netflix en la defensa de los estrenos en la pantalla grande.

Blockbuster llegó a tener nueve mil tiendas en los Estados Unidos a principios del nuevo milenio, y en poco tiempo se ha quedado solo con una. El año pasado cerraron las dos que había en Alaska, y a principios del presente la de Australia. La que resiste se encuentra en Bend (Oregón).