04 OCT. 2020 CRÍTICA «Rifkin’s Festival» Un hombre, una mujer y una ciudad Mikel INSAUSTI El cine de Woody Allen es un género en si mismo, lo que le sitúa entre los grandes maestros a los que homenajea en “Rifkin’s Festival” (2020). Su estilo es reconocible, porque le pertenece sólo a él y a nadie más. Sus historias, sus personajes, sus diálogos siguen atrapados en un Nueva York que representa más un estado mental que otra cosa. Quien crea que cualquier localización le vale como sucursal de su sede central está muy equivocado, por lo que cuida mucho donde rueda sus películas como exiliado cultural. Resulta evidente que París le funciona igual de bien que su querido Manhattan, pero con Donostia se ha producido un auténtico milagro, gracias a que en sus calles, paseos y edificios emblemáticos ha encontrado su espacio cinéfilo soñado. Nunca antes nadie había filmado Donostia, ni por la parte local ni por la foránea, con tanto encanto. Después de que Vittorio Storaro fotografiase una Metropoli grisácea en “Un día lluvioso en Nueva York” (2019), abre el objetivo de su cámara a la luz para brindarle al señor Allen su refugio dorado, ahora que ya va a cumplir los 85 años de edad. Esa radiante luminosidad indica la plenitud autoral en una vejez que es como una siesta al sol en una de nuestras playas, mientras con los ojos cerrados acuden a la memoria los inmortales clásicos en blanco y negro, en versión subtitulada, del cine europeo. Por increíble que parezca, ahora nos enteramos de que Lelouch, Truffaut, Godard, Buñuel, Fellini, Bergman o el Welles desterrado están aquí, justo aquí, como el aire que respiramos a diario. Pero el cine, también el alleniano, es una pura ilusión, y al salir de la sala oscura esa ciudad mágica se desvanece como un Brigadoon. La realidad del festival que se celebra en ella es otra, y el recuerdo de aquellas maravillosas películas se vuelve demasiado fugaz, porque ya no hay secciones retrospectivas de calidad, sustituidas por interminables series de televisión.