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Almazuela


En “Exploración de la poesía”, Gabriel Celaya distinguía entre lo que él denominaba palabras nativas y las que no lo son. Las nativas son esas en las que la propia sonoridad de la palabra apoya su significado: susurro, gorjeo, silencio o agua. La inmensa mayoría de nuestras palabras tienen siglos de existencia; emprendieron hace milenios un largo viaje hasta nuestros labios en el que se han ido transformando: puliéndose y llenándose de todo tipo de adherencias del camino; son materia orgánica, que no se ve pero que suena y nos constituye, «son un puente de sangre entre los que vivieron y los que vivirán».

Aunque no pudieron aprender a leerlas ni a escribirlas, nuestros abuelos poseían un caudal de palabras que nosotros hemos perdido. La RAE acoge cada año un puñado de palabras nuevas, neologismos relacionados con la cosa tecnológica y digital en su mayoría, casi todas no nativas, inodoras, insípidas. Pero lo que se suele velar es que hay otras tantas palabras que son expulsadas del Diccionario, palabras viejas que pertenecen a formas de vivir que se van quedando atrás, muchas de ellas del ámbito rural, al que todos nuestros antepasados pertenecieron durante siglos. La joven veterinaria y escritora cordobesa María Sánchez acaba de publicar “Almáciga”, subtitulado “Un vivero de palabras de nuestro mundo rural”. Porque es preciso reconocernos en el lenguaje. Esa artesanía consistente en elaborar un tejido a base de coser retales y que se conoce con el horrible anglicismo patchwork, tiene de siempre el bellísimo nombre de almazuela.