27 AGO. 2025 GAURKOA Amar o usar: la ética de nuestra mirada Garazi AIZPURUA Profesora de Filosofía Un día me preguntaron cuál es la diferencia entre tener un perro en casa y tener una vaca para sacar su leche y venderla. Y desde entonces no he podido dejar de pensar que la pregunta no es solo sobre animales, sino sobre nosotros. Sobre la forma en que nos relacionamos con lo vivo. Porque hay preguntas que parecen pequeñas, pero llevan siglos de historia incrustadas en sus palabras. Preguntas que, sin saberlo, abren grietas en la normalidad. Como si al nombrar la diferencia entre dos animales, estuviéramos también dibujando los contornos de nuestras propias contradicciones. Y es entonces cuando algo se vuelve claro, como un hilo que tira de todo lo demás: que no es lo mismo preguntarse por qué que para qué. En el caso del perro, la pregunta en general suele ser: ¿por qué quieres tenerlo? y la respuesta se desliza fácil: por compañía, por alegría, por esa mirada que invita a no sentirse solo. No se busca un «para qué» utilitario, sino un «por qué» del alma, un deseo de conexión. El perro no es una herramienta para un fin; es un compañero en el camino, un ser con quien compartir tiempo y afecto. Pero cuando pensamos en la vaca, la pregunta cambia de forma y fondo. No es «por qué», sino «para qué». En el imaginario común, la vaca se tiene para producir, para dar, para servirnos, para beneficiarnos de ella, para sernos útil. En ese simple matiz gramatical se esconde un abismo ético: marcos de relación diferentes, uno nacido del deseo de vínculo, otro de la lógica económica y la explotación. Una relación que es desigual, y otra que es claramente unilateral y funcional. Y ese cambio de una sola palabra no es inocente: nuestro lenguaje no solo describe el mundo, también lo moldea. Preguntar «para qué» ya encierra la idea de que su valor depende de lo que nos ofrezca, y no de lo que es. Este sesgo no surge de la nada: es un aprendizaje social, repetido y reforzado hasta volverse invisible. Está en los libros escolares donde los animales se clasifican en «de compañía», «de trabajo» o «de consumo», como si fueran objetos en un inventario. Está en la publicidad que representa a las vacas como sonrientes proveedoras de leche, borrando el hecho de que para que esa leche exista, ha tenido que ser continuamente inseminada, explotada y que otro cuerpo −el de su cría− ha debido ser separado sin poder ser amamantado de su madre. Está en las narraciones familiares que normalizan la explotación como si fuera un gesto de cuidado. Así se construye una mirada que acaba distinguiendo entre vidas que merecen afecto y vidas que merecen y deben ser utilizadas. Melanie Joy lo llama carnismo; ese sistema que nos enseña desde pequeños a hacer distinciones arbitrarias: a abrazar a unos animales y a comernos a otros. Peter Singer habla del especismo; una discriminación moral que otorga más valor a unos seres que a otros solo por pertenecer a una especie distinta, sin considerar su capacidad de sufrir. Y ambos señalan algo que suele pasar desapercibido: que el modo en que tratamos a los animales no siempre responde a la lógica de la necesidad, sino a la de la costumbre. Y la costumbre tiene una fuerza silenciosa. Claro que también hay perros explotados. Galgos usados para correr, perros encadenados, cachorros convertidos en mercancía. Pero en la pregunta original −la de quien piensa en un perro como animal de compañía y la vaca animal de consumo− se revela algo importante: que a veces sí somos capaces de amar a un animal sin exigirle una utilidad concreta. Que a veces sí somos capaces de incorporarlo a nuestra vida no como recurso, sino como relación. Y entonces la diferencia no está solo en el tipo de animal, sino en la intención que nos mueve: ¿Queremos compartir la vida o extraer beneficio? ¿Queremos cuidar o dominar? No se trata de comparar vínculos sino de reconocer que en un caso hay al menos un intento de relación, y en el otro, una estructura sistemática de explotación e intereses. Porque criar una vaca para sacarle leche o carne no es una decisión individual aislada, sino parte de un sistema cárnico que nos ha enseñado a ver a ciertos animales como cuerpos útiles que nos sirven para sacar beneficio siempre y cuando los dominemos, y no como sujetos vivos con intereses, emociones y deseos. Y quizá, desde ahí, la pregunta se vuelve más nítida: ¿Queremos seguir viviendo en un mundo donde el valor de un ser se mide solo por lo que produce, y donde algunos tienen el derecho a existir dignamente mientras otros son condenados a la explotación y la muerte? ¿O podemos imaginar vínculos donde el otro −sea humano, perro, vaca o quien sea− tenga no solo derecho a existir, sino también a vivir con respeto, sin sufrimiento y con dignidad? La alternativa no es un sueño ingenuo, sino un cambio de mirada. Significa dejar de concebir a ciertos animales como parte de un engranaje productivo y empezar a reconocerlos como seres con derecho propio. Significa admitir que la vida no se justifica por su utilidad, sino por su simple y radical existencia. Y que, en esa existencia, hay un reclamo ético que nos interpela: dejar de preguntar «¿para qué sirve?» y empezar a preguntar «¿cómo puedo convivir con ella sin dañarla?». Quizá la pregunta nunca fue sobre perros ni sobre vacas. Quizá lo que está en juego es la ética de nuestra mirada: si somos capaces de mirar a otro ser y no pensar en lo que puede darnos, sino simplemente en lo que es, y en cómo merece existir dignamente. La alternativa no es un sueño ingenuo, sino un cambio de mirada. Significa dejar de concebir a ciertos animales como parte de un engranaje productivo y empezar a reconocerlos como seres con derecho propio