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Iván Cepeda o la barbarie


Hablar de Iván Cepeda Castro hoy en día significa adentrarnos en una de las personalidades políticas más magnéticas de la actualidad colombiana. Sin embargo, sus detractores lo responsabilizan de ser un neofariano, a modo de reproche, despreciándolo y cargándole de antemano todos los males nacionales, sin reparar en que nunca ha estado un solo día en la jefatura del Estado.

El nivel del debate público en Colombia navega hoy entre la burla y lo trivial: se ridiculiza la orientación sexual de los candidatos, se habla de tacones, faldas y labiales supuestamente usados en secreto, incluso del famoso perfume Nº 5 de Coco Chanel, que parece fascinar a la clase dirigente. Este despilfarro de desprestigio público sugiere un país sumergido en el subsuelo de lo banal, en las líneas invisibles de las carencias intelectuales y en lo superfluo del mal gusto. Y, aun así, la nación consume esta especie de pornografía política, sacrificando de manera deliberada un verdadero erotismo de lo humano y la fiesta solemne del buen gesto.

Ya en los años 90 se hablaba de estos excesos en torno a la figura del pereirano César Gaviria Trujillo: romántico prestidigitador de las esperanzas nacionales y dócil servidor de los intereses foráneos, pero siempre generoso con artistas y escritores. Famosas fueron sus parrandas de acordeón y cumbia, así como el uso del avión presidencial para asuntos personales. No obstante, se recuerda que se portó bien con García Márquez y con dos pintores del exilio. Otros presidentes, en cambio, fueron displicentes con Alejandro Obregón, cuando emergía el llamado Grupo de Barranquilla, al que llegaba con puro en mano el joven Álvaro Cepeda Samudio, quien traería una revolución a las letras colombianas con “Todos estábamos a la espera” y “La casa”.

Dicho esto, y al juzgar por los tres discursos públicos ya pronunciados por Iván Cepeda Castro, nos encontramos frente a un auténtico lector, un místico de los libros sociológicos formado en la vieja escuela. No lo percibo como un candidato impopular, carente de carisma o falto de erudición; más bien lo intuyo como alguien que no sabe mentir, que se extravía en el desconcierto de su propio magnetismo y que insiste en predicar la honradez en el manejo del presupuesto nacional. Una política inusual en Colombia, donde resulta casi normal robar del erario.

Cepeda se ubica como un hombre que ha sabido entender los límites del gasto personal, los caprichos del poder, la austeridad en el tamaño del Estado y la necesidad de invertir en sanidad y educación. Otra de sus grandes propuestas al timón del barco nacional es su compromiso con quienes han sufrido el exilio. Ello refleja una enorme sensibilidad: sabe de cerca lo que significa esa tragedia y sostiene que nadie debería abandonar su país a la fuerza. Su promesa de que Colombia no vuelva a padecer esa tristeza tiene, como sello reciente, su visita a Londres, donde se ratificó esta convicción.

El destino de Colombia no debería ser claveles para un entierro cualquiera. Tampoco París ya no es una fiesta, ni un simple «te regalo un chocolate en Roma». Las puertas del infierno deben cerrarse para siempre en el espectro nacional, arrojando las llaves lejos de los detractores de Iván Cepeda, para que la barbarie deje de ser el pan de cada día en la historia reciente del país.