14 OCT. 2025 GAURKOA Pornografía Nora VÁZQUEZ {{^data.noClicksRemaining}} Para leer este artículo regístrate gratis o suscríbete ¿Ya estás registrado o suscrito? Iniciar sesión REGÍSTRARME PARA LEER {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Se te han agotado los clicks Suscríbete {{/data.noClicksRemaining}} Hay un impudor que no reside en la piel, sino en el alma expuesta a la fuerza. Una desnudez forzada donde no se arranca la ropa, sino la íntima convicción, el titubeo, la contradicción que nos hace humanas. Es la pornografía de la virtud, ese espectáculo obsceno donde una mujer, erigida en inquisidora de existencias, obliga a otra a desnudarse el espíritu, a fingir una entereza que no siente, a confesar sus flaquezas para que sirvan de alimento a una moralidad depredadora. No necesita un catre ni una cámara; le basta el tribunal improvisado de una pantalla, la hoguera digital donde se quema a la hereje. Allí, en ese acto de señalar la costura torcida en la vida ajena, se representa la más antigua de las dominaciones: aquella que consigue que el esclavo vigile la celda de su igual. Habría que tener la paciencia de un restaurador de frescos para rascar las capas de tiempo y encontrar el pigmento original de esta infamia. Quizá el primer boceto se trazó en el silencio de mortaja de la posguerra, en esos tiempos de luto perpetuo y evangelio a la fuerza. Fue entonces cuando el franquismo, con esa intuición de cirujano para la lobotomía social, diseñó su obra maestra de control: la Sección Femenina. Un ejército de mujeres de virtud avinagrada y vocación de carceleras, de moño prieto y sonrisa helada, guardianas del recato y apóstoles de la santa resignación cuya misión no era otra que enseñar a las demás a construir su propia jaula y a amarla como si fuera un nido. Su pornografía consistía en exigir una representación constante: la de la esposa piadosa, la madre abnegada. Te obligaban a desnudar tu voluntad para vestirla con el uniforme de la resignación; a fingir una felicidad mansa. Y lo hacían de mujer a mujer, en una cadena de susurros y miradas censoras donde la que había aprendido a morir por dentro era la más cruel vigilante de la que aún osaba respirar. Una dictadura nunca es tan perfecta como cuando logra que sus prisioneros finjan que aman sus cadenas. Murió el dictador (que no la dictadura) y las costuras de aquella España en blanco y negro reventaron en un color tan chillón que nos hirió en los ojos. Y en esa verbena de libertades sobreactuadas, irrumpió la otra pornografía, la que colgaba de los quioscos. Se nos presentó como la antítesis de la represión, la eucaristía de la carne frente al ayuno del espíritu. Pero era una estafa. Aquel destape no liberó a la mujer; la trasladó de la cocina al póster central. El adoctrinamiento cambió de guion. La pornografía carnal se convirtió en la nueva escuela sentimental de los hombres. Les enseñó un evangelio muy simple sobre nosotras: que nuestro cuerpo era un territorio de conquista. Pero en esa nueva liturgia del macho ibérico, también hubo hombres que se sintieron extraños, apóstatas de un credo que no habían elegido. Hombres a los que aquella nueva masculinidad, agresiva y consumista, les quedaba tan postiza como a nosotras el papel de objeto complaciente. El mercado, que antes les exigía ser un cabeza de familia adusto y proveedor, ahora les demandaba ser un depredador insaciable, un consumidor de cuerpos cuya potencia se medía en el número de conquistas. El que no participaba en el rito, el que buscaba una ternura que no cotizaba en el mercado del deseo, el que sentía el vértigo de la duda y no la certeza del instinto, era señalado como un hombre a medias, un desertor. Él también estaba siendo adoctrinado, empujado a una representación que ahogaba su propia verdad bajo el disfraz de un arquetipo rentable. El resultado es este presente donde la vida misma se ha convertido en el producto pornográfico por excelencia, un terreno abonado para que los fantasmas que creíamos enterrados vuelvan a caminar a la luz del día. Porque han vuelto. La ultraderecha, con su nostalgia de un orden que nunca fue tan ordenado, no ha tenido que inventar nada nuevo; le ha bastado con abrir las fosas comunes de la historia y dejar que los viejos espectros se pongan ropa nueva. El fantasma de la Sección Femenina revive en mujeres que, desde sus canales y sus cuentas de redes sociales, predican una nueva sumisión voluntaria. Ya no la llaman obediencia, sino «biología», «naturaleza femenina» o «libre elección». Con una sonrisa perfectamente coreografiada, aleccionan a otras mujeres sobre las alegrías de la vida tradicional y señalan como descarriada, rota o infeliz a la que elige un camino de independencia. Es la misma pornografía de la virtud, el mismo juicio de mujer a mujer, solo que ahora el sermón se puede monetizar. Y mientras, el otro fantasma perdura en esos hombres que se autodenominan progresistas, que han aprendido el vocabulario para no ser cancelados, pero que en la oscuridad del navegador consumen la misma pornografía que educa en la violencia y en el anonimato del burdel pagan por un sucedáneo de aquel viejo derecho de conquista. Es el deje más profundo del franquismo: esa esquizofrenia de una masculinidad que nunca fue reeducada, solo empujada a consumir, y que hoy finge una deconstrucción que no se cree mientras siga viendo el cuerpo de la mujer como una mercancía para aliviar su propia intemperie. Un bombardeo por dos flancos. Por un lado, una ideología reaccionaria que te dice que tu sitio está en casa, que tu poder es la belleza y la maternidad. Por otro, un mercado ultraviolento que te reduce a un objeto de consumo sexual cada vez más extremo y anónimo. Y en medio, nosotras. Es esta encerrona. Esta obligación de representar un papel imposible en un teatro donde los decorados los pinta la ultraderecha y el guion lo financia un mercado que se lucra de nuestra ansiedad. Nos exigen que desnudemos el alma, que finjamos una coherencia que es estructuralmente imposible, y luego nos juzgan por las costuras rotas. Y su mayor triunfo ha sido convencer a muchas mujeres de parte de otras, de que esta representación constante, esta agotadora subasta no es una condena. Es «libertad». Nos exigen que desnudemos el alma, que finjamos una coherencia que es estructuralmente imposible, y luego nos juzgan por las costuras rotas juzgan por las costuras rotas