08 NOV. 2025 AZKEN PUNTUA Mi vecina tiene un reloj de pared LA FURIA Musikaria {{^data.noClicksRemaining}} Para leer este artículo regístrate gratis o suscríbete ¿Ya estás registrado o suscrito? Iniciar sesión REGÍSTRARME PARA LEER {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Se te han agotado los clicks Suscríbete {{/data.noClicksRemaining}} Son las cuatro de la mañana, me lo dice el reloj de pared de mi vecina. Aunque solo llevo un rato dormida porque últimamente me quedo acompañando a las horas en una suerte de vigilia autoimpuesta, no me molesta, no siento rabia (las insomnes entenderían si quisiera atravesarlo con una radial). Suena como el que tenía mi abuela en su casa, donde fui feliz, entre pintaúñas, abrazos y canciones. Me agarro a ese sonido como se agarra una niña al chupete que ya no necesita y me dejo caer en una nostalgia conocida. Las cosas todavía existen. Existen el reloj y la casa, aunque la yaya ya no está para darle cuerda ni para cantar por los pasillos. Existe la música en mi memoria, la del reloj y la de la yaya. El lenguaje musical es el último que se olvida, lo sé porque a pesar de su Alzheimer cantamos juntas hasta el final. ¿Cuánto tiempo sigue la gente en sus casas después de muerta? ¿Cuánto tiempo en nuestro olfato? Depende, supongo. En mis células de agua se quedan para siempre, es inevitable. Mi yaya era una señora. Tudelana, folclórica, gozadora y sin remilgos. «Baila cojones, que no pareces de Tudela», ella a su hijo el pequeño, unas fiestas de Santa Ana (al tiempo que tiraba de su brazo diminuto arriba y abajo), el único al que no se le movía el cuerpo con una charanga y que nos acabó salvando a todes de la norma. Señora en el buen sentido. De las que trabajó toda su vida limpiando la mierda de otros, blanqueando paredes con su marido y yéndose a bailar en cuanto podía, con sus tacones y su morro pintado por fuera. La yaya Ángeles cantaba jotas. De oído y de corazón. Con sus piernas abiertas y el ritmo de su abanico en un perfecto tres por cuatro golpeándose el escote la recuerdo sin esfuerzo. Con la potencia de las mujeres riberas, sentada entre su vecina Lola y su hermanica Maria Pilar, hubieran arreglado el mundo si las decisiones las tomaran las que saben y no los que pueden. Agradezco a mi vecina cuando es de noche que me despierte para recordarme de donde vengo. Aunque nunca jamás se me olvida.