15 NOV. 2025 GAURKOA Radiografía del franquismo Iñaki EGAÑA Historiador {{^data.noClicksRemaining}} Para leer este artículo regístrate gratis o suscríbete ¿Ya estás registrado o suscrito? Iniciar sesión REGÍSTRARME PARA LEER {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Se te han agotado los clicks Suscríbete {{/data.noClicksRemaining}} Dentro de unos días se cumplirán 50 años de la muerte del dictador. Cuando falleció el tirano a finales de 1975, la población de Hego Euskal Herria pasaba ligeramente de los dos millones y medio de habitantes. En 1936, al golpe de Estado de Franco, la vecindad vasca al sur de la muga era de poco más de un millón y cuarto de vecinos, es decir, la mitad que a su muerte. Quienes se desarrollaron vitalmente en aquella época en blanco y negro tuvieron que padecer los rigores de una sociedad totalmente anquilosada en valores, represiva en su naturaleza, no solo en lo político y cultural, sino también en todos los aspectos de la vida social, desde la sexualidad hasta la creatividad. La negación del otro supuso la eliminación de cualquier seña identitaria distinta a la hispana creada sobre un cúmulo de fábulas históricas y religiosas, y el régimen caudillista se conformó al estilo de los proyectos fascista y nazi, liderados por Mussolini y Hitler. En el aniversario, sus nostálgicos han recuperado la figura del que se autoproclamó generalísimo, mientras la entonces oposición ha diseñado un recuerdo de perfil bajo, como si no quisiera agitar el bicho, vistos los tiempos que corren. Los números son demoledores y no hacen justicia porque esconden miles de tragedias individuales con sabor anónimo, aunque, al menos para los hoy ya adultos nacidos en la década de 1970, pueden ofrecer una pequeña radiografía del sistema que validó la limpieza política, cultural y social. Genocidio en algún caso, como en Nafarroa Garaia, donde en la retaguardia los votantes de las opciones de izquierda y soberanistas fueron ejecutados por miles. Y etnocidio, con la prohibición radical del uso del euskara y las expresiones atávicas vascas. Quema de libros de Balzac, Dostoievski, Baroja o Lauaxeta, censura rigurosa. Violencia planificada con una estructura soportada en el Estado y sus instituciones, en especial la militar, cuyos mandos participaron incluso en buena parte de los consejos de administración de las empresas estratégicas y en la supuestamente judicial, también contaminada por hombres de armas que se asentaron primeramente en el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, transformado posteriormente en el Tribunal de Orden Público y disuelto finalmente en la Audiencia Nacional. Un escenario general diseñado por hombres y para hombres, con la mujer relegada a la cocina y a la crianza de la familia, sin posibilidad de autonomía ni siquiera para obtener una cuenta bancaria. Violadas en el hogar, en comisaría, en los campos de la Ribera. Con las disidencias de género abocadas al silencio o a la prisión de Langraitz. Con los perdedores de la contienda arrojados al diagnostico médico de los Mengele de turno y objeto de estudio pregenético, sobre la base de una supremacía histórica que se remontaba a los llamados reyes católicos. Con un sector vasco cipayo, desde empresarios como Patricio Etxeberria hasta deportistas como Paulino Uzcudun, que adulaban al dictador y que Tellagorri, desde su exilio en Buenos Aires, llamó «Francolatría». Neguri se convirtió en el alma vasca franquista, Y los Ybarra, Lequerica, Oriol, Careaga, Urquijo, Unzueta, Oreja, en señas de identidad de la economía fascista. Magma para nuevos llegados, como el Opus Dei. Esos números nos cuentan que de aquel millón y cuarto de habitantes de Hego Euskal Herria, 152.000 huyeron al exilio, una cifra extraordinaria que llevó al lehendakari Agirre a señalar que «el éxodo del pueblo vasco alcanza caracteres difícilmente igualables en otras ocasiones de la historia». Muchos retornaron al inicio de la Segunda Guerra Mundial, pero el resto concluyó sus días en México, Venezuela, la URSS o Argentina. De aquellos 38.000 niños, algunos que perdieron la vida enfrentando al nazismo en la Unión Soviética, otros en acogida, otros en adopción, en Bélgica en particular. Campos de exterminio para exiliados (Mauthausen, Buchenwald, Dachau...), campos de concentración para los que no lograron cruzar el Bidasoa o los Pirineos (Murgia, Urduña, Irun...), batallones de esclavos a trabajos forzados, mano de obra gratuita. Las cárceles repletas (Ondarreta, Larrinaga, Ezkaba...), decenas de miles de detenidos durante la guerra, 14.000 con posterioridad. Torturados hasta la muerte (Txomin Letamendi, Pablo Velasco...). Aún, generaciones nacidas después de 1945, colmaban las prisiones, dispersados por España más de 800 presos políticos vascos al 20 de noviembre de 1975. Ejecuciones extrajudiciales, 6.000 «ajusticiados», más de la mitad en Nafarroa. Sueldos de miseria, chabolismo en Rekalde, polución en Erandio, racionamiento. Miles de incautaciones de bienes de presos y exiliados. Y tuberculosis, terror familiar por excelencia. No causó tantas muertes como la peste medieval, pero casi. Y un territorio vasco desdibujado, convertido en refugio de verdugos nazis al fin de la guerra mundial: Léon Degrelle, Paul van Aerschodt... La red Odessa de Otto Skorzeny y sus pisos francos en Donostia y Bilbo. Los mercenarios de la OAS amparados por la Policía franquista y años más tarde peones del BVE o los GAL. Servicio militar en una guerra colonial en el Sahara, en Ifni, con sus «bajas» incluidas. Otros, años antes, enviados a «fortalecer» el Ejército de Hitler en su intento de conquista de la URSS, en la que llamaron División Azul. Algunos marcharon por convencimiento, otros por evitar prisión. Muertos por la patria, apuntarían en su epitafio. Murió Franco hace 50 años. Su apuesta política fue no solo personal, sino fruto de la conjunción de los intereses de los sectores más reaccionarios de la sociedad hispana: oligarquía, banca, ejército e iglesia. Franco, propiamente dicho, no fue el creador del franquismo, sino que más bien su régimen fue la expresión de una España rancia y casi medieval. José María Areilza, primer alcalde de Bilbao tras la entrada de las tropas rebeldes, describió a Franco como «el moderador del franquismo». Y de aquello, la Transición. Su apuesta política fue no solo personal sino fruto de la conjunción de los intereses de los sectores más reaccionarios de la sociedad hispana: oligarquía, banca, ejército e iglesia