12 ENE. 2014 NARRATIVA El comerciante de corales Iñaki URDANIBIA En la encomiable labor que hace unos años iniciase la editorial barcelonesa de publicar las obras del «santo bebedor» Joseph Roth, se ha brindado la ocasión de acercarse a este imprescindible escritor, y digo esto último tanto por la calidad de su escritura como por el reflejo que sus novelas suponen en lo que hace al derrumbamiento del imperio de los Habsburgo, a los desplazamientos de los judíos, huyendo de persecuciones varias y buscando modos con los que ganarse el digno sustento, y también el retrato de ciertos ambientes cuarteleros en los que se cocían los ingredientes autoritarios que más tarde salieron a la luz traspasando los recintos militares para ampliarse a la sociedad toda. Ahí están sus «La Cripta de los capuchinos» o «La marcha Radetsky», «Tela de araña», «Tarabas», «Fuga sin fin», «La filial del infierno en la Tierra», «Judíos errantes»... Y muchos más que no nombraré, pero que son paradigmáticos en el reflejo de la realidades a las que acabo de aludir. Ahora se publica una verdadera joyita que casa a las mil maravillas con los objetos de los que trata, los corales; la delicada historia, con moraleja incluida, no parece responder al título que nos lleva a asociar tal personaje con monstruos marinos (desde los mitos fenicios y el libro de Job hasta el melvilliano Moby Dick o la «Pawana» de Le Clézio, pasando por Thomas Hobbes); el protagonista de la historia, un tal Nissen Piczenik, reside en una pequeña ciudad, Progrody y su vida se desarrolla entre las paredes de su casa que a la vez es el taller en donde cuida los corales, junto a las muchachas que le ayudan en la tarea ensartando las preciosas cuentas, y en donde vive con su esposa, a la que, la verdad, no es que haga excesivo caso. El hombre sueña con el mar y con los preciados objetos que en él se hayan creados por el pez original Leviatán, que son el objeto de sus mercaderías. En su localidad solo había un marino, y cada vez que volvía a casa, nuestro comerciante de corales le cogía por banda y no cesaba de atosigarle con sus preguntas sobre el mar, sobre los barcos y sobre cien mil detalles con ellos relacionados. La llegada de Komrover era la única ocasión en que nuestro hombre salía de su enclaustramiento. No puedo, ni quiero, reprimirme hablando de este escritor, amante del jarro, el transcribir una cita de sabor baudeleriano: «Una vez que se ha bebido, todos los hombres buenos y honrados son nuestros hermanos, y todas las mujeres amables nuestras hermanas... Y no hay diferencia entre campesino y comerciante, judío y cristiano; y, ¡ay de quién quisiera afirmar lo contrario!». La búsqueda de la belleza ciñéndose a los límites de la autenticidad ha sido siempre su guía de conducta hasta que un día en una ciudad cercana se instala otro comerciante, húngaro, que vende corales falsos y que ve como su negocio aumenta en la misma medida en que decrece el de Nissen Piczenik, que pierde clientes a ojos vista. Viendo el panorama Nissen Piczenik va a visitar a su competidor y viendo el éxito de este, y conociendo el secreto de su éxito, se ve tentado por combinar la autenticidad con la falsificación, en su negocio... Son los aires de los tiempos y no engancharse a ellos es ir a la ruina directa. Diferentes intentos son llevados adelante, y sabido es que la avaricia rompe el saco, y los pedidos de corales falsificados van en aumento, en la misma medida en que múltiples contradicciones van poblando la mente del desasosegado mercader de corales auténticos, al sufrir el tormento que le supone el desviarse de su verdadero amor: los corales auténticos, su belleza sin par... Y al fondo el mar, la mar. Afirma un dicho florentino que no se puede correr al mismo tiempo detrás de dos liebres; una sabia lección que puede aplicarse al caso del protagonista de esta joya en la que el enfrentamiento entre autenticidad y artificio conducen a la perdición y allá Leviatán le espera.