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Sociedades geográficas

Nacieron a comienzos del siglo XIX dispuestas a ensanchar horizontes y comunicar pueblos y culturas, pero también contribuyeron decisivamente a expandir y afianzar la era colonial. Son las sociedades geográficas, que se han adaptado a los nuevos tiempos buscando una mayor y mejor divulgación de unos conocimientos sobre el planeta que han incrementado durante décadas.

Globo terráqueo de finales del siglo XIX.
Globo terráqueo de finales del siglo XIX.

«La Tierra pertenecerá a quien la conozca mejor». Así rezaba el encabezamiento de una revista geográfica, un lema que condensa la filosofía que estaba presente entre los fines de las sociedades geográficas que fueron aflorando a comienzos del siglo XIX y que iban a generar toda una revolución en el ámbito de la geografía y en la etnografía de la que casi doscientos años después nos seguimos nutriendo.

¿Por qué surgieron este tipo de sociedades en ese momento? Varios factores influyeron. Por un lado, la Revolución industrial. La consolidación de la producción a nivel industrial exigía materias primas y mercados consumidores, lo que llevó a los estados más poderosos de Europa a buscar nuevos territorios de los que explotar sus recursos y en donde colocar sus productos manufacturados. Una exploración que en muchos casos terminó derivando en una colonización efectiva de esos territorios. A esta finalidad de corte más económico y político se sumó «la sensación de que el ser humano, Occidente en realidad, no tenía límites», según señala Xabier Bañuelos, uno de los responsables de Bolunta, la agencia para el voluntariado y la participación social de Bizkaia, y colaborador de 7K.

Por lo tanto, en la creación de este tipo de entidades se terminaron combinando tres factores: «un optimismo antropológico entre las clases sociales burguesas fruto de la revolución y el desarrollo industriales que incluía una confianza casi ciega en la ciencia y en el avance del ser humano. Un mundo aún por descubrir con muchos espacios en blanco en los mapas. Y los intereses de determinadas élites y de los estados por conocer y apropiarse de nuevas tierras, de nuevos recursos, siempre bajo el paraguas de un eurocentrismo que consideraba a la cultura occidental como la más avanzada, e incluso con cierta visión salvífica, civilizadora y paternalista respecto al resto».

La primera sociedad de estas características que se creó fue la Sociedad de Geografía de París, fundada el 15 de diciembre de 1821 y que convocó a los mejores intelectuales de la época con el propósito de organizar un grupo que se dedicara al estudio del planeta. En total, participaron en su creación 227 personas, entre las que figuraban grandes científicos, personajes ilustres y varios integrantes de la expedición de Napoleón a Egipto. Algunos nombres destacados eran los de Jean-Francois Champollion (padre de la egiptología), Alexander von Humboldt (considerado el padre de la geografía moderna universal), el escritor romántico François-René de Chateaubriand y Julio Verne, el gran creador de la ciencia ficción.

Pocos años más tarde, en abril de 1828, era fundada la Sociedad Geográfica de Berlín, en cuya creación había resultado decisivo el llamamiento realizado por Von Humboldt en el sentido de constituir una entidad similar a la parisina. Dos años después veía la luz la Geographical Society of London, que pasó a ser la Royal Geographical Society en 1859 al concederle el título de ‘real’ la reina Victoria, y a la que seguiría en 1845 la Sociedad Geográfica Rusa. Los miembros originales de estas sociedades tenían unas ocupaciones muy variadas, ya que había militares, naturalistas, navegantes, comerciantes, eclesiásticos...


Alexander von Humbolt, en uno de sus viajes científicos por América.

Durante sus primeros años de existencia, este tipo de entidades fueron ganando prestigio, aunque pronto entraron en un periodo de crisis, que alcanzó su momento más complicado en el decenio de 1840-1850, coincidiendo con un periodo convulso en Europa. De hecho, en esa década, la sociedad londinense estuvo a punto de desaparecer y la de París quedó reducida a su mínima expresión con tan solo cien socios. Este fenómeno se podía trasladar al conjunto del viejo continente, ya que hasta 1865, solo se habían creado 16 sociedades geográficas.

Sin embargo, a partir de ese año, iban a iniciar una remontada que les llevaría a vivir una época dorada, de tal manera que para 1878 existían cincuenta, con un total de 21.263 socios. Cifras que prácticamente se duplicaron para 1885, con 94 sociedades y 50.000 miembros.

¿A qué se debió esa expansión? A que los distintos gobiernos europeos vieron en estas sociedades un instrumento muy válido para sus afanes expansionistas por el planeta. Como señaló la voz experta en Geografía de T.W. Freeman, en aquellos momentos «las sociedades geográficas no solo satisfacían una curiosidad natural sobre los aspectos más salvajes de la naturaleza y la sociedad, sino que también consideraban astutamente las eventuales posibilidades de comercio y expansión colonial».

Xabier Bañuelos también incide en ese doble papel de la sociedades geográficas. Por un lado, «tenían un fuerte componente humanístico. Desde esta perspectiva, contribuyeron a ensanchar horizontes, a comunicar pueblos y culturas, a situarnos en el contexto de un mundo diverso y a despertar la curiosidad por lo que nos rodeaba. No se dedicaban exclusivamente a estudiar montes y localizar fuentes de grandes ríos, no se dedicaban solo a financiar grandes expediciones de descubrimiento. En realidad, eran plataformas que permitían investigar en los campos de la geología, la biología, la historia, la antropología, la física, la matemática, la ingeniería, la medicina, el arte... Fueron, sin duda, un motor de progreso social y económico acorde con el signo de los tiempos que vivían».

Pero, al mismo tiempo y «precisamente por ser hijas de su tiempo», en muchas ocasiones fueron «la cobertura para la colonización y la conquista de tierras y pueblos por las metrópolis fundamentalmente europeas. Contribuyeron en mayor o menor medida en expandir las colonias y afianzar la era colonial».

De la mano de estas sociedades se realizaron expediciones a los polos y muchos otros rincones recónditos del planeta, se estudió las profundidades marinas, se encontraron ciudades precolombinas como Machu Pichu, se desenterraron restos que explican el origen del ser humano, se conocieron otras culturas, se alcanzaron elevadas cimas, se estudiaron las diferentes especies del globo terráqueo... Y se fueron sucediendo los nombres de aquellos que alcanzaron la fama a través de estos trabajos, como Darwin, Livingston y Stanley, Shackelton, Humboldt, Litke, Burton y Speke, Laplace, Champollion, Scott, Cuvier, Bingham, Goodall y Dian Fossey, Hillary, Cousteau, Byrd, los Leake y un largo etcétera que desgrana Bañuelos.

Para hacer llegar esos logros científicos al gran público, las sociedades contaban con sus propios boletines y revistas, como el que la Sociedad de Geografía de París viene publicando, con diferentes nombres y con algunas lagunas temporales, desde junio de 1822. Una de las publicaciones de este estilo más conocidas es la revista ‘National Geographic’, editada por la National Geographic Society, fundada el 27 de enero de 1888 en Estados Unidos. Su primera edición data de octubre de ese mismo año y actualmente se distribuye en 32 lenguas en todo el mundo.

A través de esta doble labor investigadora y difusora, las sociedades consiguieron potenciar la geografía y lograron que se le reconociera un estatus universitario del que hasta entonces no había gozado. Y al mismo tiempo, esas expediciones y sus protagonistas copaban las portadas de los periódicos de la época, lo que generaba un enorme eco de esos logros entre la población del planeta.

Iradier y La Exploradora

Este fenómeno de las socieda¡des geográficas también tuvo su reflejo en la Euskal Herria de la época. Así, en 1869 se creaba en Gasteiz una Sociedad Viajera a raíz de una disertación ofrecida por Manuel Iradier y en la que el gasteiztarra, que llegaría a ser uno de los exploradores de renombre de la época, expuso un plan de viaje a través de África. El 26 de febrero de 1871 se sustituyó el nombre de la sociedad por el de La Exploradora. En diciembre de ese mismo año, la entidad vasca presentó en la Exposición de Viena un proyecto para atravesar el continente africano siguiendo un itinerario que empezaba en la ciudad de El Cabo y terminaba en el puerto libio de Trípoli. Este proyecto contó con el respaldo del famoso reportero Stanley, el que encontró a Livingstone, quien lo calificó de «grandioso y realizable».


Estatua dedicada en Gasteiz al explorador vascos Manuel Iradier

Los detalles de una expedición a África fueron definidos durante la Segunda Guerra Carlista y con varios miembros de la sociedad acudiendo a las reuniones vestidos de uniforme. Finalmente, en enero de 1875, Iradier partía rumbo a ese continente, donde exploraría territorios de la actual Guinea Ecuatorial con notable repercusión.

En octubre de 1879 se reorganizó La Exploradora, de la que Antoine d’Abbadie fue presidente honorario, y empezó a editar una publicación dedicada a tratar asuntos relacionados con la geografía y los viajes, unos trabajos que fueron impulsados principalmente por el mismo Iradier.

El explorador vasco llegó a realizar un segundo viaje a Guinea en septiembre de 1884. Allí se topó con efectivos ingleses y alemanes ansiosos por hacerse con el control de territorios en esa misma zona, aunque no se arredró y siguió adelante con sus planes. Enfermo, regresó en noviembre con «documentos, contratos de anexión y el mapa del país con los emplazamientos de los pueblos adquiridos (para el Estado español), unos 14.000 kilómetros cuadrados», según recoge Angel Martínez Salazar en su obra ‘Manuel Iradier. Las azarosas empresas de un explorador de quimeras’.

Tras recuperarse de sus dolencias, Iradier regresó a Gasteiz el 9 de enero de 1885, donde fue recibido por todo lo alto por la ciudad. El 4 de junio del año siguiente, La Exploradora tributó un homenaje a su fundador en una de sus últimas actividades. Como heredera de esta sociedad, en 1989 se creó en Gasteiz la Asociación Africanista Manuel Iradier.

La crisis de la Primera Guerra Mundial

La actividad de La Exploradora y de Iradier coincidió con la época dorada de las sociedades geográficas, ya que unos años más tarde, una nueva situación convulsa hizo que las sociedades geográficas perdieran ese papel preponderante del que habían gozado desde la segunda mitad del siglo XIX. El detonante de esta crisis fue la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Como recuerda Xabier Bañuelos, «la destrucción material y moral derivada de la guerra determinaba otras prioridades y puso de relieve la degradación a la que podía llegar el ser humano en el corazón mismo de Europa, del mundo occidental. Por otro lado, el régimen colonial estaba establecido y asentado. El optimismo que fuera fuente de inspiración de aquellos hombres que crearon las sociedades (porque fueron hombres, no lo olvidemos; las mujeres, salvo quizás alguna excepción, estaban excluidas) había desaparecido, se había volatilizado, y pesaban más los agravios, el resentimiento y las humillaciones que la necesidad de nuevos conocimientos».

Además de ese cambio de mentalidad, estaba la cuestión de que a partir de ese momento se entró en «una época en la que el mundo se está redistribuyendo entre los vencedores con nuevas fronteras coloniales. Ya no hay mundo que conocer, los blancos en los mapas parecen haberse llenado y lo que hay es un mundo que mantener bajo dominio».

A pesar de ello, todavía se creó alguna entidad nueva, como la Societat Catalana de Geografía, surgida en 1935 con el objetivo de cultivar la geografía para extender el conocimiento del pueblo catalán. Un año más tarde estallaba la Guerra del 36, lo que interrumpió sus actividades. Al finalizar la contienda, la mayoría de sus miembros se exiliaron, aunque a partir de 1947 retomó su actividad, básicamente conferencias y cursos, de forma clandestina. Desde 1977 trabaja oficialmente.

Divulgar los conocimientos

Las sociedades geográficas supieron adaptarse a las nuevas circunstancias en las que debían realizar su tarea y hoy en día siguen trabajando, aunque «evidentemente hay cosas de las viejas sociedades que hoy han perdido vigencia, sobre todo lo que implica la ética espuria de la supremacía occidental. Algunas siguen centradas en lo netamente geográfico, pero otras, de un objetivo muy centrado en los descubrimientos territoriales o el levantamiento de mapas, han pasado a ser entidades abiertamente divulgadoras del conocimiento en general, muchas veces con una clara vocación generalista y pedagógica».

Porque, como señala Bañuelos, incluso en una época en la que las nuevas tecnologías han permitido conocer la Tierra hasta un nivel de detalle impensable hace unas décadas, «la geografía como tal sigue siendo una ciencia necesaria. Me gusta decir que son muchas las geografías que pueblan nuestro planeta, las vinculadas con la topografía, la orografía, el paisaje..., pero también las relacionadas con las gentes. Y curiosamente, a pesar del volumen de información que nos inunda, existen infinidad de ‘manchas blancas’ en nuestro atlas actual y que tienen que ver con el desconocimiento de otras culturas y con la superación de los tópicos; manchas blancas que invaden la ciencia, el arte, la historia, los saberes tradicionales, las diversas formas de conocimiento... La Geografía no es sólo ‘geografía física’, que es la idea más extendida; es bastante más que el estudio de relieves y accidentes ‘geográficos’. Se interna también en las relaciones entre espacio, seres vivos y las sociedades humanas que los ocupan. Desde cualquiera de sus especialidades, la Geografía tiene cuerda para rato. Porque no se puede amar lo que no se conoce y divulgar ese conocimiento es un empeño de muchas de las actuales sociedades geográficas».