Ainara Lertxundi

Petro sale a las calles mientras las miradas se posan en La Habana

La destitución del alcalde de Bogotá y exguerrillero del M-19, Gustavo Petro, ha convulsionado la política colombiana a dos meses de las elecciones presidenciales. Desde La Habana, las FARC advierten de que esta jugada afecta «de manera grave a la confianza» entre las partes.

Gustavo Petro, destituido alcalde de Bogotá. (Guillermo LEGARIA/AFP PHOTO)
Gustavo Petro, destituido alcalde de Bogotá. (Guillermo LEGARIA/AFP PHOTO)

«Pero, ¿cómo va a acercarse a quienes ejercen la violencia en Colombia y decirles que él es capaz de garantizar los derechos políticos, la vida y la libertad de las personas que hoy se levantan en armas?», se lo pregunta el hasta ahora alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, al presidente, Juan Manuel Santos. Y el interrogante llega poco después de que este ratificara la decisión del procurador general de la nación, Alejandro Ordóñez, quien el 9 de diciembre de 2013 destituyó e inhabilitó a Petro para ejercer cualquier cargo público durante 15 años por una supuesta mala gestión de las basuras.

El exguerrillero del M-19 ha sido finalmente apartado de la Alcaldía de la capital a la que llegó en octubre de 2011 para un mandato de cuatro años, pese a las más de 300 tutelas que interpuso en las cortes colombianas en contra del dictamen de la Procuraduría y de que el martes, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos solicitó al Estado que lo protegiera con medidas cautelares y procediera a «suspender inmediatamente los efectos de la Procuraduría a fin de garantizar los derechos políticos del señor Gustavo Petro y pueda cumplir con el periodo para el cual fue elegido como alcalde de Bogotá».

El propio Petro celebró la noticia vía Twitter, invitando a la ciudadanía a «festejar ese triunfo democrático». Pero la dicha le duró poco. Ese mismo día, el Consejo de Estado revocó las 23 tutelas que mantenían en suspenso la orden de Ordóñez.

Siguiendo el guión, Santos dio validez institucional a su destitución y puso en su lugar al ministro de Trabajo, Rafael Pardo.

Desde el balcón del Palacio Liévano, Petro anunció que dejaba la Alcaldía pero que, a partir de ahora, recorrerá el país exigiendo la convocatoria de una asamblea constituyente y que llevará sus reclamaciones a La Habana, sede de los diálogos entre las FARC-EP y el Gobierno, y Washington.

«Tenemos que llenar las ciudades, los campos. Yo no nací en una generación que se haya acostumbrado a arrodillarse ante la oligarquía. Vamos a convocar al pueblo de Colombia a las plazas públicas. Quiero llegar a Barranquilla, Cali, Medellín. Resistamos sin violencia. Nos declaramos en asamblea permanente, no nos cansamos de la movilización popular», exclamó. «Quienes dirigen este país no tienen la estatura moral para hacer la paz. Prefieren hacer el cálculo para hacer la paz y las reformas democráticas para las próximas elecciones. La capacidad para hacer la paz y las reformas democráticas queda en manos del pueblo», sentenció.

La salida obligada de Petro tiene, sin duda, un fuerte impacto en la vida política colombiana, más aún con las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina, así como en las conversaciones entre guerrilla y Gobierno.

Desde que se iniciaron oficialmente en octubre de 2012 en Oslo, tanto Santos como el jefe de la delegación gubernamental, Humberto de la Calle, han instado a las FARC a «cambiar las balas por los votos» y a defender sus ideas en «democracia».

En una reflexión enviada en noviembre pasado a los medios de comunicación sobre el acuerdo alcanzado días atrás con la guerrilla en materia de participación política, De la Calle afirmaba que «para lograr una paz sólida es preciso ampliar, modernizar y robustecer nuestra democracia para hacerla más fuerte, más participativa, más pluralista y transparente», reconocía que «la dignificación de la política y la seguridad de sus practicantes es algo esencial para una Colombia en paz», para lo cual anticipaba la elaboración de un Estatuto de la Oposición, aunque siempre bajo la premisa de que «nada está acordado hasta que todo esté acordado».

El «caso Petro» certifica, por una parte, el poder tan grande que ostenta el actual procurador -en cuya mira también están otros dirigentes opositores como Iván Cepeda- y, por otra, la falta de garantías para ejercer la oposición.

«Toda esta pesadilla que hemos vivido los ciudadanos y el desenlace que tuvo no es más que una muestra de que en Colombia no hay garantías para la democracia», admitía apesadumbrada desde la Plaza Bolívar de Bogotá Elisabeth Troches, indígena de Silvia Cauca, en declaraciones recogidas por el diario colombiano «El Espectador».

Desde La Habana, donde ayer arrancó una nueva ronda de conversaciones, el jefe de la delegación de las FARC, Iván Márquez, deploró «la absurda decisión política del presidente, que toma la Alcaldía de Bogotá en un verdadero golpe de mano» y advirtió de que este hecho «genera un impacto muy negativo en la mesa y afecta de manera grave la confianza y la certeza en torno a lo que se está aprobando».

Resulta significativo también el análisis del editor jefe del rotativo colombiano «El Tiempo», cercano al Gobierno y durante muchos años propiedad de la fami- lia Santos, en el que calificaba de «arriesgada la apuesta» del presidente de cara a la comunidad internacional y concluía que «ni la ciudad ni los ciudadanos pueden declararse vencedores de nada».

En este momento, la sociedad civil debe adoptar un rol activo y asumir la tarea de impulsar la construcción -definitiva- de una «generación por la paz».