Jaime IGLESIAS

Espartaco y el final de las listas negras

En 2012, cuando contaba con 95 años (ahora está a punto de cumplir los 98), Kirk Douglas decidió poner negro sobre blanco los recuerdos de la mayor empresa cinematográfica en la que se vio envuelto en «Yo soy Espartaco», obra apasionante y amena que ha editado en castellano Capitán Swing.

En el momento de redactar estas líneas, Estados Unidos está más dividido que en cualquier otra época de mi vida (...) Nos sorprende ver en ciudades estadounidenses a multitudes expresándose al unísono y poniendo en cuestión una estructura de poder que parece inexpugnable. Eso es lo que hizo Espartaco, y decenas de millares de hombres unieron su voz a la suya. Juntos, todos eran Espartaco». Estos son los motivos que Kirk Douglas alega de cara a rescatar la crónica de un rodaje que puede servir de inspiración a futuras generaciones (como la de sus propios nietos, a los que el actor reconoce asombrados cuando le escuchan relatar los escenarios de tensión política que se daban en el Hollywood de los años 50).

Pero más allá de lo ejemplarizante que resulta el personaje protagonista en su insurrección contra un orden establecido injusto y excluyente, el carácter legendario que atesora una película «Espartaco» se forjó en su proceso de producción. Solo el hecho de idearla, gestarla y llevarla a cabo fue todo un gesto de rebeldía por parte de Kirk Douglas, de ahí lo apasionante de conocer lo que se coció en la trastienda de una obra que ha pasado a la historia, y de poder hacerlo partiendo de información de primera mano (si bien, parte de los testimonios del actor y productor recogidos en este libro habría que ponerlos en reserva).

Como no podía ser de otro modo, en el relato de los hechos, el actor y productor asume el papel de héroe y redentor (al modo del propio Espartaco) pero, y esto es lo que confiere verdadero interés al libro, también en paralelo al protagonista del filme, Kirk Douglas evoca el despertar de su propia conciencia individual desde el momento en que llegó a Hollywood (con treinta años recién cumplidos e ignorando el alcance de las huelgas sectoriales y de la agitación que vivía entonces la industria del cine a cuenta del inicio de la llamada «caza de brujas») hasta el estreno de «Espartaco». Fue en ese momento cuando Douglas optó por acabar de un plumazo con las secuelas del maccarthismo y por desafiar al sistema de estudios haciendo que el guionista Dalton Trumbo (quien llevaba más de una década represaliado y trabajando bajo seudónimo, proscrito como estaba tras negarse a declarar ante el Senado de EEUU sobre sus supuestas simpatías comunistas), apareciese acreditado como tal en un filme que había estado escribiendo en la sombra bajo el alias de Sam Jackson. En este sentido es famosa la frase que el escritor dedicó al actor: «Kirk, gracias por devolverme mi nombre».

En la conformación de esa conciencia influyeron, según relata el actor, fundamentalmente dos factores. De un lado las muestras de racismo y exclusión que estaban a la orden del día en una sociedad, como la estadounidense, pusilánime, temerosa y asustada ante las repetidas amenazas que contra su propia seguridad le hacían llegar desde el poder político (en este sentido el actor, de origen judío, se extraña de la ola de antisemitismo que comenzó a darse en el seno de una industria controlada por capitales judíos quienes, más allá de adoptar posiciones solidarias para con los suyos, prefirieron adherirse a las consignas que les llegaban desde Washington). El otro elemento a considerar en la forja de la personalidad indómita de Douglas es el deseo de alcanzar fama e influencia en la industria para adquirir su propia libertad creativa. El actor puso tal vehemencia en ello que menos de una década después de debutar en la gran pantalla, era dueño de una pequeña productora «Bryna» (bautizada así en honor a su madre, de origen bielorruso), convirtiéndose en uno de los primeros intérpretes que asumieron el control de su carrera financiando proyectos a su medida, reservando a los estudios la distribución de éstos.

Este anhelo de funcionar por libre llevó a Kirk Douglas a producir obras de calidad y proyectos arriesgados, un camino que culminaría con «Espartaco» cuyo proceso de producción ocupa el grueso de este libro. Sin embargo, en él el actor omite o pasa muy de puntillas por algunos de los episodios más oscuros de aquél rodaje que se extendió durante casi un año. Por ejemplo sus tretas para reunir a un elenco estelar, facilitando a cada uno de los intérpretes aquella versión del guion donde sus respectivos personajes destacaban sobre los del resto de actores, saciando así sus vanidades. Tampoco es que profundice mucho Douglas en las causas que le llevaron al despido de Anthony Mann (director que inició la película) ni en sus desencuentros posteriores con Stanley Kubrick, quien siempre renegaría de este filme aduciendo que no tuvo control sobre el montaje final (culpando de ello a Douglas).

A este respecto, sin embargo, el actor y productor responsabiliza a Universal de haberse plegado a las presiones de los censores, quienes no solo estimaron oportuno eliminar escenas con un contenido explícito en lo que se refiere a la violencia o al sexo (como la famosa secuencia de «las ostras y los caracoles»), sino que también cercenaron el alcance ideológico del filme. Fue el peaje que Kirk Douglas tuvo que pagar por haber conseguido que Dalton Trumbo figurara en los créditos de su película, ante lo cual cabe preguntarse cuánto hubo de vanidad (y no solo de valentía), en esta decisión.

Pero asumiendo que uno no escribe un libro de memorias para proyectar una mala imagen de sí mismo, quedémonos con la honestidad de la que hace gala Kirk Douglas al confrontarse, a sus casi cien años, con aquél joven arrogante que fue (del que, según dice, le separan muchas cosas, pero se reconoce en lo esencial) y con el sabroso anecdotario que nos ofrece, entre el que merece destacarse la historia según la cual, los permisos para rodar en la España franquista las escenas finales del filme los obtuvieron tras haber tenido que hacer una donación a una Fundación que presidía la mismísima Carmen Polo, esposa del dictador. Hacer frente a este y a otros avatares en un clima de crispación extremo le autorizan al viejo Kirk a alzar su voz para, más de medio siglo después, proclamar: «¡Yo soy Espartaco!».