
Los rebeldes hutíes y la coalición liderada por Arabia Saudí han mostrado músculo hasta el último minuto. Alardes de fuerza que realmente ocultan la debilidad de ambos bandos. Los hutíes, pertenecientes a la minoría zaydí (chií) del norte del país, reciben el apoyo pero a distancia de Irán y no pueden resistir el empuje de la coalición árabe desde el sur, el cual, con la cobertura saudí, ha recuperado cinco provincias del sur y ha lanzado una ofensiva para asegurar el control del estratégico estrecho de Bab al Mandeb en el Mar Rojo.
Frente a los hutíes y sus aliados de Saleh, el Gobierno yemení en el exilio y la coalición de fuerzas entre tribus suníes y sudistas no resistirían ni un mes sin el apoyo militar, directo y sobre el terreno, de Ryad.
Pero es la propia Arabia Saudí la que da muestras de creciente debilidad. Y no solo por su imposibilidad de doblegar de un plumazo a los irredentos hutíes. A sus crecientes bajas militares –difícilmente soportables en un régimen tan clientelar como el saudí– se suma el coste económico de la guerra.
Pese a que su decisión de no reducir la producción petrolera les condena a ello, el precio bajo mínimos del petróleo ha forzado a Ryad a retirar 50.000 millones de dólares de su fondo de inversiones internacionales, lo que fue ocultado pero acogido con gran nerviosismo por el mundo financiero.
El régimen necesita dinero para mantener su tren de vida y el «modus vivendi» rentista de sus ciudadanos saudíes.
Las conversaciones de paz, auspiciadas por la ONU, se iniciaron ayer en un hotel en Macolin, en el cantón suizo de Berna. El tiempo dirá si unos y otros, conscientes de su respectiva debilidad, optan por reforzarse reforzando la posibilidad de una solución negociada. O siguen condenando a la guerra al país más pobre del mundo árabe.

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