
Y no la disculpa ninguna paradoja. Como el que los Saud lleven camino en 2016 de convertirse en el segundo país, tras China, con más ejecutados, superando ¡a Irán!
El hecho de que el resto fueran condenados por pertenecer a Al Qaeda –se acusa a Ryad de darle apoyo– añade más leña al fuego al ser interpretado como una afrenta por el mundo chií.
Arabia Saudí condenó a los chiíes por «terrorismo» y «sedición con ayuda extranjera», las mismas acusaciones contra todas las revueltas árabes, incluida la siria.
Pero más allá de paradojas, mientras la República Islámica de Irán, incluso como heredera de un imperio persa milenario, es políticamente previsible y racional, Arabia Saudí es una excrecencia histórica creada por el jefe de una tribu del desierto – Ibn Saud– que legimitó su conquista a sangre y fuego con una interpretación protohistórica del islam y que actúa como un animal herido, dispuesto a hacer estallar la región como venganza por su imparable decadencia.

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