El estigma de vivir en Molenbeek
Las cámaras se marchan pero la desigualdad y la exclusión permanecen. Molenbeek es un distrito de Bruselas señalado como «vivero yihadista», castigado por altas tasas de paro y donde muchos de sus jóvenes son considerados extranjeros pese a nacer en Bélgica

He nacido en Bélgica. He crecido, he ido a la escuela y he trabajado en Bélgica. ¿Cuándo voy a ser considerado belga?». Zakariah no ha cumplido 30 años, vende dulces en un puesto ambulante junto al metro de Etangs Noirs, en el centro de Molenbeek, en Bruselas, y se queja de la infamia de ser considerado «inmigrante de tercera generación». El barrio, con cerca de 100.000 habitantes, mucho paro y un altísimo porcentaje de población musulmana, carga con el estigma de haber sido calificado como el centro neurálgico del yihadismo en Europa. Es donde residía Salah Abdeslam, responsable de la masacre de París el 13 de noviembre y detenido antes de la matanza en Bruselas del 22 de marzo. Allí también creció Mohamed Abrini, el supuesto «hombre del sombrero» filmado en el aeropuerto de Zaventem junto a los dos suicidas y arrestado el viernes. La combinación de un alto desempleo y jóvenes de origen magrebí que se sienten extranjeros en el país en el que han nacido, sirve, a brocha gorda, para explicar por qué siempre hay una pista que señala a Molenbeek tras cada gran atentado en Europa. Además, 30 de sus vecinos forman parte de los 500 belgas que marcharon a combatir en Siria. El porcentaje de chavales que empuña un arma en nombre de Alá es ínfimo si se compara con toda la gente que sufre a diario exclusión y falta de futuro.
La imagen pública del barrio se ha construido a través de estereotipos. No es una banlieue, por mucho que se intente dibujar así. Sufre el paro y la discriminación, pero no serviría como atrezzo para “El Odio”, la película de Mathieu Kassovitz que, a mitades de los años 90, sacó a la superficie la marginación de miles de jóvenes parisinos. Ubicado cerca del centro de Bruselas, (a la plaza de La Bourse se llega en 15 minutos a pie) el grueso de sus vecinos llegó a Molenbeek en los años 50, cuando aterrizaron desde Marruecos para ser mano de obra barata. La mayoría de ellos procedía de Nador, en el norte, la provincia limítrofe con Melilla. De todos modos, el fenómeno de la concentración de población migrante de un mismo origen no es exclusivo. En Schaerbeek, por ejemplo, son mayoría los habitantes de origen turco. En realidad es algo que se repite no solo en Bruselas, sino en cualquier capital europea que haya recibido oleadas migratorias a lo largo del siglo XX.
«Claro que hay locos, pero eso ocurre en muchos sitios. Ni el Islam es sinónimo de terrorismo ni este es un centro de reclutamiento», afirma Zakariah, que luce la larga barba característica de los musulmanes más rigoristas. A primera vista puede comprobarse que en Molenbeek la mayoría de la población sigue los preceptos del Islam. Donde menos evidencias se aprecian es en la zona alta del barrio, un área residencial con viviendas de clase media equiparable a cualquier otro distrito de la capital europea. Allí, precisamente, es donde Salah Abdeslam regentaba el bar que fue clausurado por tráfico de drogas antes de los atentados de París. Frente al establecimiento hay una tienda de ultramarinos. Sus dependientes están hartos de responder a la prensa. De reiterar los tópicos del «vecino-que-siempre-saludaba». Como si ellos tuviesen que saber que el tipo que sacaba cafés y vendía hachís preparaba también una célula yihadista.
«No necesitamos periodistas»
Tanta sobreexposición mediática provoca recelo. Tampoco ayudan amenazas como la lanzada por Jan Jambon, ministro del Interior belga, quien habló de «limpiar Molenbeek» después de la detención de Abdeslam. Con la plaza comunal convertida en plató de televisión, no era difícil que las suspicacias estallasen. Basta con preguntar a muchos de los chavales que juegan a fútbol en una de las canchas del interior, justo al lado del piso que ocupaba el yihadista cuando fue arrestado y donde pueden verse todavía orificios de bala en la fachada. «No necesitamos más periodistas aquí», es la única respuesta. Esa es la zona que aparece en las fotografías. La de las carnicerías «halal», las cafeterías con sus terrazas repletas de hombres y las tiendas con «hijabs» expuestos. Las calles donde queda claro el origen de la mayoría de residentes y que, forzando un poco la imaginación, pueden transportarte a Marruecos, con las excepciones del nivel de vida, mucho más alto en Bruselas, y de que (casi) todo el mundo habla en francés. Aquí es donde muchos medios han ubicado falacias como la de que beber alcohol está prohibido. «Ahí hay un bar, justo al lado de una mezquita», señala Aschraf, que creció en el barrio, que trabaja en el Parlamento europeo y que está harto de los estereotipos que persiguen a sus vecinos.
«El problema es que la gente vino aquí y el Estado quiso mantenerlos aislados. No se mezclan. Hay quien quería que esto fuese así», argumenta, en un castellano oxidado, Amed, que vivió 5 años en Getafe (Madrid) y que sale de la mezquita Al Khalil. El templo musulmán más conocido de la capital belga es la «Gran Mezquita», ubicada junto a la sede de la Comisión Europea y, por cierto, financiada por Arabia Saudí, lo que genera fuertes críticas. Sin embargo, es la de Molenbeek la que debería ganarse tal nomenclatura si nos basamos en su extensión. Varios edificios conforman un inmenso espacio que acoge diariamente a cientos de fieles. En lo alto luce una bandera belga con crespón negro. «Esto no tiene nada que ver con la religión. En los atentados también han muerto musulmanes», dice Radwane, nacido en Casablanca pero con un castellano casi perfecto. Luce barba larga y túnica blanca, el uniforme salafista por excelencia.
Este no es el único templo islámico del barrio. Hay registrado al menos una veintena de forma oficial. Es posible que sean más. Las mezquitas clandestinas, las que se organizan en cualquier bajera, son las que aprovechan las redes yihadistas para la captación de combatientes. Y, lógicamente, no se anuncian de cualquier manera. «Tenemos que vigilar en los templos. Pero también es responsabilidad de las escuelas y los padres», dice Ibrahim, imán en el barrio. Françoise Schepmans, la burgomaestre del distrito, anunció hace unas semanas medidas de prevención, aún sin concretar mucho.
Al margen del auge de la religión, quizás como elemento identitario, la exclusión es otro fenómeno evidente. Datos como el 40% de paro juvenil, que multiplica al de Bruselas, son aplastantes. Al pedir un trabajo, no es lo mismo llamarte Philippe o Geert y vivir en el «barrio europeo» que ser Mohamed e hijo de Molenbeek. Pueden compartir el mismo pasaporte, pero no se mira igual. Zakariah, por ejemplo, relata cómo obtuvo un empleo en una institución comunitaria. En aquel tiempo decidió dejarse crecer la barba. No le renovaron el contrato. «Mi jefe me lo dejó claro: si te hubieses presentado al puesto con esta barba nunca hubieses sido contratado». Es evidente el origen del rechazo es cultural. No parece previsible que un hipster fuese vetado por su aspecto.
No todos compran al 100% esta visión de racismo institucionalizado. Hay quien, como Mohamed Elboughlidi, dice que no había sufrido el racismo hasta los atentados. «He trabajado 11 años para la sociedad pública de transporte y nunca había percibido la discriminación. En estos momentos hay miedo al árabe. Nadie se siente a mi lado en el metro», protesta. Llega a relatar que una mujer le empujó para que no entrase en el ascensor del hospital en el que está ingresado su hermano. Es de locos. Mostafa, palestino, ha experimentado ese mismo rechazo. «Cuando explotaron las bombas, mis compañeros de trabajo me miraron como si tuviese algún tipo de responsabilidad. Trabajé desde casa varios días», admite, preocupado. Sin romper ese abismo, psicológico y social, que separa al barrio de otros distritos, es difícil pensar en soluciones duraderas. Las cámaras se van, pero el estigma permanece.

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