Dabid LAZKANOITURBURU

Israel nota el aliento de Irán en la nuca siria

El reciente derribo de un avión israelí que participaba en una operación de castigo a Irán en Siria ha elevado a tal grado la tensión que no se descarta un enfrentamiento entre las dos potencias regionales.

La perspectiva de que la compleja y poliédrica guerra siria se convierta a su vez en escenario de un conflicto militar no ya por delegación sino directo y abierto entre Israel e Irán cobra fuerza desde que el 10 de febrero, y por primera vez en 36 años, un avión militar israelí fuera abatido por un misil tierra-aire de fabricación rusa lanzado por la fuerza antiaérea siria.

El aparato, un caza F-16, formaba parte de un escuadrón cuyo objetivo era atacar la base militar siria T-4, en los alrededores de Palmira, desde la que supuestamente partió un dron espía iraní que fue interceptado por un helicóptero israelí sobrevolando Beit Shean, en el valle del Jordán. Una incursión con la que Tel Aviv certificó con preocupación, cuando no alarma, el aliento del Ejército iraní a escasos kilómetros de su frontera, en los ocupados Altos del Golán.

El piloto y el copiloto pudieron eyectarse y cayeron en territorio israelí, lo que evitó seguramente una escalada de venganza sionista de consecuencias imprevisibles. Con todo, Tel Aviv anunció haber destruido en represalia no solo la base desde la que partió el dron sino «la mitad de la fuerza antiaérea siria», además de, y oficialmente por primera vez desde el inicio de la guerra en 2011, objetivos militares iraníes.

Más allá de alardes y justificaciones propagandísticas –Israel aseguraba hace días que los pilotos cometieron un error operativo de maniobra que habría permitido su derribo–, la diatriba anti-iraní del primer ministro, Benjamin Netanyahu, días después en la cumbre de seguridad de Bonn evidencia el nerviosismo creciente de Israel. Y no solo por el hecho de haber perdido un avión de combate por primera vez desde la guerra de invasión de Líbano en 1982 (más cerca en el tiempo, Hizbulah derribó un helicóptero israelí en la guerra de 2006), sino porque constata, con creciente alarma, que, paralelamente a la victoria militar del régimen de Bashar al-Assad, Siria se está convirtiendo en una gigantesca base militar de Irán. Y, lejos de ocultarlo, Teherán se lo está restregando –con el sobrevuelo de drones– en su mismísima cara.

El peor de los presagios para Israel se está cumpliendo. El centenar largo de bombardeos con los que desde el inicio de la guerra el Ejército sionista ha atacado bases y transportes de armamento de Hizbulah –uno de ellos, el 16 de enero, mató a un general iraní–, habrá podido limitar su refuerzo militar, pero no parece haber logrado debilitar a la guerrilla de la resistencia libanesa, y mucho menos a su mentor, Irán, en territorio sirio.

«No se atrevan a retarnos, porque nuestra respuesta será terrible y no se limitará a sus testaferros, sino al propio Irán», bramó Netanyahu en Bonn en presencia del ministro de Exteriores iraní, Javad Zarif, quien no dudó en tildarle de «payaso».

Dejando a un lado otra vez la pugna dialéctica, algo cambió tras el derribo del caza israelí.

Premonitoriamente, el think tank International Crisis Group publicaba tres días antes, el 7 de febrero, un análisis con el tan sugerente como preocupante título de «Israel, Hizbulah e Irán: cómo impedir otra guerra en Siria». El informe advierte de que las «reglas de juego» que desde la guerra de 2006 entre Israel e Hizbulah han impedido la deriva en una enfrentamiento generalizado han caducado. «El estallido de una guerra total depende tan solo de un error de cálculo» de alguno de los protagonistas, alerta.

Los signos del cambio son, por otro lado, evidentes en los últimos tiempos. Con el inicio de la crisis en Siria, Israel optó por la estrategia de dejar que los sirios se mataran entre ellos y que su histórico enemigo se hundiera en la guerra. A lo sumo daba asistencia sanitaria –y de otro tipo– a grupos rebeldes en los Altos del Golán como medio de perpetuar la guerra.

Eso sí, Israel no ha dejado desde entonces de intervenir con bombardeos periódicos en Siria para impedir lo que por boca de Netanyahu, son líneas rojas: de un lado, impedir que Irán aproveche la guerra siria para aprovisionar a Hizbulah con misiles y armamento; y, de otro, impedir a la República Islámica y al partido-milicia chií acercarse a la «frontera» que representa la línea de armisticio firmada en 1974 por Tel Aviv y Damasco y que separa el Golán ocupado por Israel en la Guerra de los Seis Días del resto de Siria.

Israel urgió en 2017 a Rusia –y a sus aliados de Irán y Turquía– a que, en el marco de sus «acuerdos de desescalada de la guerra siria», forzaran el repliegue de la Guardia Revolucionaria iraní y de las milicias chiíes bajo su mando a por lo menos 60 kilómetros de su frontera. Sin embargo, el acuerdo del «Tripartito» que manda en Siria limitó la distancia a 20 kilómetros. Y expertos militares israelíes advierten de que estarían ya en la mismísima frontera.

Desde entonces, Israel ha incrementado sus ataques aéreos y bombardeos en Siria y ha incrementado ostensiblemente el apoyo, suministros militares incluidos, a media docena de grupos rebeldes islamistas que operan en la zona.

Paradójicamente –o no–, el mismo Israel que ocupa desde hace medio siglo con decenas de bases y puestos militares la mitad del Golán sirio, exige que Irán no tenga en Siria un aeropuerto, un puerto y una base militar permanente, además de un centro de fabricación de misiles de alta precisión.

Pero no parece, de momento, que el «poder de disuasión», verdadera piedra de toque de la estrategia de Israel, le vaya a funcionar. Y no solo por el derribo de su caza. Irán es el gran vencedor de la invasión estadounidense de Irak y todo apunta a que Siria es ya su segundo gran triunfo en la región.

En ese marco se inscriben los insistentes llamamientos a los EEUU de Trump para que se impliquen militarmente en Siria. Llamamientos que, más allá de las bravuconadas del inquilino de la Casa Blanca, no han ido de momento más lejos.

Así las cosas, y con EEUU cada vez más ausente y falto de una estrategia clara en Oriente Medio, Israel –y todo lo que pasa en torno a Siria– depende de la Rusia de Putin.

Tras el inicio de la decisiva intervención militar rusa en Siria, el inquilino del Kremlin y Netanyahu llegaron a una entente por la cual Israel dejaba –o se resignaba a– que Moscú salvara al régimen de Bashar al-Assad y Rusia cerraba los ojos a los bombardeos «quirúrgicos» israelíes para mantener bajo ciertos parámetros la posición de Irán y sus aliados en Siria.

No obstante, el devenir de los acontecimientos bélicos –victoria de Al-Assad a la vista– parece haber forzado la caducidad de esos acuerdos tácitos. Junto a ello, y pese a las divergencias de intereses entre Rusia e Irán en Siria –a menudo se olvida que son dos potencias regionales y, por tanto, históricamente rivales– Rusia no está dispuesta a comprar la idea sionista de que Irán lucha en Siria con el objetivo, más teológico que político, de la destrucción de Israel.

El debate sobre qué hacer en el seno de los servicios de inteligencia israelíes es intenso y revela la intensidad del desafío. Algunos auguran que Putin es consciente de que Israel podría comprometer su éxito en Siria y amenazar al régimen de Al-Assad, por lo que optará por poner coto a Irán. Pero los más temen que Putin acabará cerrando totalmente el espacio aéreo sirio a los israelíes, forzando a Tel Aviv a elegir entre asistir impasible al refuerzo de Irán en su «frontera» o enfrentarse directamente a Rusia con un ataque militar a gran escala. En esta tesitura, cobra fuerza en los círculos de opinión del gobierno israelí y de sus asesores militares una campaña militar de intensidad media pero constante contra Irán y sus aliados locales en Siria. Esperarían con ello no rebasar las «líneas rojas» de Rusia y lograrían refijar la cuestión iraní en la agenda internacional, cosechando de manos de Trump y de su Administración el apoyo que tanto implora. Y, de paso, y quizás más importante, forzaría a tener que posicionarse a la UE en unas circnstancias incómodas en relación al acuerdo nuclear que firmó el expresidente Barack Obama con Irán, el gran objetivo a batir de Netanyahu.

Ocurre que, como pasa en todas las guerras, las estrategias militares nunca se cumplen y un ataque «calculado en tiempo e intensidad» podría derivar en una guerra abierta de incalculables consecuencias, también en una sociedad, la israelí, que no olvida la «derrota» de 2006 y que, en el contexto de la mentalidad occidental, es cada vez menos proclive a sufrir bajas propias –a la vez que indiferente a las bajas ajenas–.

El propio diario israelí “Yediot Aharanot” advertía estos días que «la mayor parte de las guerras en Oriente Medio han sido resultado de acontecimientos imprevistos».

Frente a estas advertencias, y a la constatación de que Irán y sus aliados se sienten fuertes incluso para desafiar a Israel, y de que Teherán no va a retirarse ahora y nunca de un país aliado geoestratégico por el que ha luchado durante todos estos años, no falta quien atempera el riesgo de una confrontación a corto plazo. Arguyen para ello que las recientes revueltas en Irán y sus esfuerzos por salvar el acuerdo nuclear le obligarían a ser prudente. Sin embargo, ese argumento sobre la oportunidad del momento puede utilizarse en sentido contrario.

No sería la primera vez que un país aprovecha una crisis internacional para solapar una crisis interna. Y el argumento sirve también para Netanyahu, que podría verse tentado a lanzarse a una aventura militar ahora que está acosado por una serie de escándalos de corrupción que amenazan su supervivencia política –y personal–.

Y es que, incluso si Rusia intentara arbitrar un acuerdo por el que Irán se alejaría de la «frontera» israelí y dejara de ampliar sus bases militares en Siria a cambio de que Israel tragara su presencia permanente en el país, no se ve cómo lo aceptaría Netanyahu, quien ha hecho de su hostilidad contra Irán el eje de toda su política.