Dabid LAZKANOITURBURU

Irán, una potencia regional con señales de crisis de legitimidad interna

Cerrada en falso por la represión y denostada como una conjura extranjera, la ola de protestas que sacudió Irán hace dos meses apela a una crisis de legitimidad interna que contrasta con el impulso del país como potencia regional. Contradicción que el país podría acabar pagando cara, también en el exterior.

Transcurrido dos meses desde el inicio de las manifestaciones que se extendieron a lo largo y ancho del Irán interior, el Gobierno de Teherán ha dado por definitivamente conjurado un movimiento de protesta que, tras unos primeros días de desconcierto, vinculó con una conspiración de los enemigos (EEUU, Israel...) contra la República Islámica.

Más allá del manido recurso –¿excusa?– a la teoría de la injerencia extranjera, muchos analistas advierten de que, 22 muertos –al menos dos de ellos en la cárcel– y 6.000 detenidos después, la represión de las protestas ha cerrado en falso una crisis que venía siendo anunciada desde hace años por portavoces autorizados del régimen iraní y que preludia, a la vez que confirma, una crisis de legitimidad profunda del sistema creado tras la revolución de 1979. En un momento, además, en el que se prepara la sucesión el año próximo del octogenario, enfermo y siempre discutido guía supremo, el ayatollah Ali Jamenei.

Con el paso y el poso de las semanas, se da por sentado que el estallido de las protestas tuvo precisamente su origen en la pugna por el poder que enfrenta desde los ochenta a reformistas y esencialistas, las dos principales corrientes del régimen.

Concretamente, los analistas destacan el discurso en diciembre del presidente, Hassan Rohani, en el que anunció el fin de las subvenciones sociales en efectivo a las clases más desfavorecidas (para recortar 5.300 millones de dólares de gasto) y un aumento de la friolera del 50% en el precio del petroleo.

En el mismo discurso, y en un intento de colar sus medidas neoliberales, y de canalizar la ira popular, el clérigo reformista dejó caer que el presupuesto incrementaba en un 20% el gasto mlitar y la financiación de la Guardia Revolucionaria y sus campañas militares en la región (Siria, Irak, Líbano...), y a otros organismos religiosos.

Seguro que Rohani no albergaba intención alguna de poner en cuestión el exitoso proyecto de Irán para devenir una potencia regional capaz de rivalizar con la satrapía de Arabia Saudí. Lo que probablemente pretendía era denunciar concretamente el control de la economía por parte de ese magma de estructuras y organizaciones religioso militares –Guardianes, Pasdaran, Al Qods... – y que, junto con el Ejército iraní, rozaría según algunas fuentes el 50% del PIB.

Pero Rohani no fue el único que no midió las consecuencias de sus acciones –en este caso de sus palabras–.

Las protestas comenzaron en la conservadora ciudad de Mashad, bastión electoral del exprsidente Mahmud Ahmedinejad, una figura política en la que se entremezcla el esencialismo de un basij (miliciano) no clérigo con el populismo y la defensa de los más desfavorecidos.

En un primer momento, la propia Guardia Republicana, de la que dependen los basij (jóvenes voluntarios que lucharon hasta el martirio en la guerra de los ochenta contra Irak) y los sectores esencialistas no hicieron nada por aplacar las protestas. Al contrario, no faltaron clérigos que las alentaron desde las mezquitas. Hasta que se extendieron como la pólvora en cientos de ciudades, pueblos y aldeas del Irán interior, que incluye a las minorías oprimidas de los kurdos, azeríes, baluches y árabes del enclave de Juzistán.

Las reivindicaciones comenzaron siendo económicas en un país en el que hay un 40% de paro real y el riesgo de pobreza asola a un 70% de la población en las zonas rurales. La ira contra la inflación (pese a que ha bajado del 40% en tiempos de Ahmedinejad sigue siendo alta), el encarecimiento de los productos básicos (los huevos subieron un 40% en pocos días) y los precios prohibitivos de los alquileres se resumían en el lema «Pan, Trabajo y Libertad»

Porque, desde un primer momento, pero sobre todo a medida que se ampliaban a casi todo el país –con la significativa excepción, salvo un puñado de estudiantes, de Teherán– , los lemas contra la corrupción, los mullahs e incluso contra Jamenei encendieron las alarmas.

Y es que todo apunta a que los protagonistas de las protestas, que la clase media de Teherán ha mirado de reojo, muestran hartazgo por el conjunto de la clase política del país, desde los esencialistas que medran e impiden la lucha contra la rampante corrupción hasta los reformistas defensores del liberalismo salvaje, pasando por el propio Ahmedinejad, encausado por varios escándalos durante su segundo mandato.

Las protestas de 2018 han tenido poco que ver con las que en julio de 1999 fueron protagonizadas por estudiantes movilizados inicialmente en defensa de la libertad de expresión. O con la «Revolución Verde» de junio de 2009, en la que las clases medias teheraníes protestaban inicialmente por «fraude» en las elecciones que alumbraron la reelección de Ahmedinejad.

Esta vez han sido la clase baja o la clase media baja del Irán interior la que se ha rebelado contra la corrupción generalizada y contra su depauperización, que contrasta con la ostentación obscena del lujo capialista de los familiares de los dirigentes, los mismos que imponen recortes draconianos y/o reprimen a sus hijas e hijos por no llevar el velo o beber alcohol.

Economistas poco sospechosos de opositores habían alertado desde hace años y siguen haciéndolo del riesgo de explosión social por el desplome de los ingresos familiares mientras algunas instituciones del régimen se han convertido en conglomerados económicos más fuertes que el propio Estado.

No es fácil augurar las consecuencias de aquel «conato» de protestas. Hay quien augura, como Yassamine Mather en «Sin Permiso», que la República Islámica de Irán habría perdido buena parte del sostén de los mostazafin (los desheredados) supuestos beneficiarios de la revolución. Otros, como Amir Ahmadi Arian (ibid) dan por hecho que, por lo menos –y lo que no es poco–, la crisis ha supuesto la superación de la tradicional dicotomía entre reformistas y esencialistas (o fundamentalistas). Todos ellos coinciden en destacar que, sin obviar la represión, las protestas no han tenido continuidad por la ausencia de un movimiento político para articularlas y organizarlas. Pero coinciden, a su vez, en que algo se ha roto en el Irán interior, rural y, por tanto, más profundo.

 

Paradójicamente, esta crisis ha coincidido con la consolidación de Irán como una potencia regional emergente. Así, y de la mano de sus éxitos militares en Irak y Siria, el corredor chií –la media luna de la resistencia en el argot oficial– hasta el Mediterráneo es un hecho.

Su implicación desde un primer momento en la guerra siria, tanto directa con sus milicias Al Quds como con la dirección de miles de milicianos chiíes (afganos, paquistaníes...) sin olvidar la participación de Hizbullah, ha sido tan decisiva sobre el terreno como la intervención aérea y logística rusa a la hora de conjurar la derrota del régimen de Bashar al-Assad y presagiar su cercana victoria militar.

Teherán se cobrará, por supuesto, su peaje, tanto en forma de participación en la jugosa reconstrucción del devastado país, como en el establecimiento de bases militares fronterizas con Israel en territorio sirio, con el consiguiente recrudecimiento de la tensión (ver análisis de ayer sábado sobre la alarma creciente de Israel).

Igualmente, la participación de milicias chiíes dirigidas por Teherán en la exitosa campaña militar contra el Estado Islámico en Irak no ha hecho sino reforzar la posición iraní.

Años atrás, la catastrófica aventura militar de EEUU en Irak, que se cimentó en la identificación-demonización de la minoría suní con el derrocado régimen de Saddam Hussein, acabó entregando el gobierno de Bagdad a organizaciones políticas sectarias chiíes exiliadas a Irán tras la primera Guerra del Golfo, lo que ha convertido a Irak en poco menos que un protectorado iraní.

Paradójicamente, Washington ha contribuido así a acercar a dos países que no solo libraron una guerra en los ochenta sino que son históricamente rivales en el liderazgo religioso del mundo musulmán chií (los ayatollahs iraquíes, con Al Sistani a la cabeza, se oponen a la doctrina del guía supremo (velayat-e-faquih) instaurada por Jomeini.

Al hilo de la guerra irano-iraquí –que los iraníes ganaron, a costa eso sí de millones de muertos– convendría recordar que el auge de Irán como potencia regional no es una cosa de ayer. Así, la influencia de Teherán en Líbano, visible con su relación privilegiada con Hizbullah, era patente, aunque en otros parámetros, incluso en la época del Shah Phalevi.

Otro tanto ocurre con las relaciones que Irán mantiene, y trata de alimentar, con las minorías chiíes de los países vecinos, tanto en el Golfo Pérsico, con los rebeldes huthíes zaidíes yemeníes a la cabeza (sin olvidar a Bahrein y a las minorías en Kuwait y Arabia Saudí), como en Afganistán y Pakistán.

Una red de influencias que históricamente ha funcionado en clave defensiva (el chiísmo es minoritario y despreciado por el islam suní) y que, en cualquier caso, perfila la potencia regional creciente de un país que, no se olvide, es en términos geográficos, demográficos y políticos una potencia.

El acuerdo nuclear que Teherán firmó en 2015 con los EEUU de Obama –en peligro tras la llegada de Trump– no fue sino un colofón a esa reivindicación-reconocimiento de una realidad.

Hay quien apunta, sin embargo, a que sus éxitos militares en Siria, Irak y –por delegación– en Yemen estarían alumbrando en algunos sectores iraníes la idea de una potencia regional ofensiva, más allá de su histórica esencia de resistencia.

Sea cierto o no, lo que quizás deberían tener en cuenta los líderes iraníes es que ser potencia al exterior y no resolver los problemas internos de legitimidad puede comprometer, a medio plazo, al país. Dentro y fuera.