Amalur ARTOLA
DONOSTIA
Entrevista
MARTÍN ABRISKETA
ESCRITOR&HTAB;

«Meterte en la cabeza de un niño te enseña qué es lo realmente necesario»

Tras el éxito de «La lengua de los secretos» (Roca editorial, 2015) y su peculiar mirada sobre la Guerra del 36, el escritor bilbaino Martín Abrisketa vuelve a la carga con «El país escondido» (Planeta, 2018), novela en la que apela a la necesidad de cambiar de prisma y mirar la realidad a través de la óptica de Maggie, una niña de 12 años que, en los convulsos años 80, sueña con reencontrarse con su madre.

A Maggie le escuece la realidad que la rodea y usa sus rotuladores para modelarla. Pinta que encuentra a su madre, y en sus dibujos a su abuelo «pirata» no le falla la memoria, ni existen funcionarias que quieren separarlos. En mitad de los convulsos años 80, saldrá a la calle y esquivará barricadas y porras para dar con su madre y no tener que pintar nunca más. Una historia tan cruda como tierna, que pone el acento en la necesidad de bajar la mirada 40 centímetros para ver más y mejor.

 

La novela se centra en la historia de una niña que padece un trastorno por falta de atención. ¿Qué le llevó a esta historia?

Conozco a una niña que padece lo que se conoce como síndrome de carencia afectiva. La abandonaron cuando era bebé y el primer año de su vida no tuvo cariño. Eso marca su crecimiento, son niños que necesitan cariño constantemente, nunca colman esa necesidad pero a la vez pueden rechazar el afecto, porque no tuvieron el que necesitaban en primer lugar. Esta niña incluso había parado de crecer. Una vez que tiene el cariño de una familia de acogida su intención seguramente sería la de detener el tiempo, como Peter Pan, porque ya tenía lo que necesitaba, y hace cosas muy bonitas como borrarle las arrugas a sus padres, porque eso es el tiempo. Me fijé mucho en esa niña, con esa mirada tan especial e inocente, y me pregunté qué le ocurriría si le quitas el cariño que tiene, que, en el caso de Maggie, es el de su abuelo: los servicios sociales los quieren separar porque padece Alzheimer, que es una enfermedad que me toca muy de cerca y necesitaba sacar mis diablos. Ese es el arranque de la novela.

Maggie vive en un mundo de fantasía que crea para huir de esa realidad.

Sí, vive en un mundo de fantasía que ha creado junto a su abuelo, que también es muy fantasioso y además el Alzheimer hace que vayas olvidando los recuerdos recientes, por lo que vuelve a ser un niño. Ahí se encuentran. Pero Maggie tiene que salir de esa burbuja y encontrar a su madre, que es la única persona que puede evitar que les separen. Es un libro de emociones, está contado todo desde el punto de vista de las emociones y desde la necesidad más fundamental que tenemos: el cariño.

Su anterior novela también está narrada a través de la mirada de un niño. ¿Qué le atrae de la manera de mirar el mundo que tienen los menores?

Me interesa mucho. La anterior novela es la historia de mi padre, que era un niño de la guerra. Era muy fantasioso, se construyó unas gafas antibomba y pensaba que si se las ponía no podía morir. Vivió la guerra de una forma mágica y su mirada me permitía describir una situación sin odio ni rencor, poniendo el espejo en la realidad. Los niños, como no tienen ideología y lo único que les interesa es el cariño, y jugar, tienen esa facultad de acercarse a una realidad muy dura sin que sea tan dura. Primero, porque su mirada es de colores y, segundo, porque no separan a unos de los otros. Por eso me interesaba la mirada de Maggie sobre los años 80, que son los años en los que yo crecí, y cuando abrí los ojos a la realidad vi otra guerra, como la que vivió mi padre. Yo pensaba: ¿cómo ha podido ser mi padre feliz viviendo en una guerra? Luego me di cuenta de que yo también fui feliz en otra guerra, como tanta otra gente.

¿Cómo recuerda los 80?

En el Bilbao de los 80 había muchos problemas: más de un 25% de paro, los astilleros cerrados, una lucha obrera impresionante, miles de yonquis en la calle, muchísima violencia por todas partes.... Me interesaba mucho una mirada inocente sobre aquellos años porque creo en la facultad que tienen los niños de no ver los muros que nos separan, saltar por encima y ver el dolor de los otros. Yo quería ver el dolor que no vi y que otros vieran el que no vieron, y los niños lo ven todo. Convierten guerras en aventuras porque es su necesidad, son supervivientes natos, y no odian. No se dejan llevar por los medios de comunicación, por lo que dicen los mayores de sus guerras.

Mediante la relación de los tres niños pone de relieve la facilidad que tienen los menores de centrarse en lo que les une más que en lo que les divide.

Es lo que veo en los parques. Ahora que nos están llevando a desconfiar del inmigrante, el mejor amigo de mi sobrino es Mohamed. Le habla en euskara y él le responde medio en árabe medio en castellano, está aprendiendo euskara... salvan todos los muros y lo diferente les atrae, porque les hace aprender. Lo verdaderamente interesante es esa facultad que tienen, cuando los adultos lo que tenemos es la facultad de arruinarlo todo.

Como escritor adulto, ¿cuesta hacerse con esa manera de pensar, esa mirada infantil?

Cuesta, pero me gusta. Aprendí mucho metiéndome en la mirada de mi padre, que fue feliz en medio de la guerra, y fui descubriendo las claves del juego, porque en el fondo ellos viven a través del juego y de no mirar a lo que no quieren ver y mirar mucho lo que quieren ver. Es un ejercicio muy bonito meterte en su cabeza, escucharles y atender preguntas lapidarias como ¿por qué hay pobres? Hacen las preguntas fundamentales que deberíamos hacernos los adultos, constantemente y de forma natural. Meterte en su cabeza te enseña qué es lo realmente lo necesario y de qué puedes prescindir. Aunque cuesta, es un ejercicio que te hace crecer.

¿Un ejercicio que recomienda a todo adulto?

Por supuesto. Y creo que los aitites y amamas recuperan esa facultad de jugar de verdad con los niños, de meterse en su cabeza, y lo hacen muy bien porque ellos también son más niños que nunca. Creo que los muy mayores saben tanto porque vuelven a ser niños.

Maggie utiliza sus rotuladores, el arte, para evadirse de la realidad. ¿Cree en el poder curativo del arte?

Maggie tiene problemas para expresarse, pero las personas necesitamos comunicarnos y el arte, precisamente, nace ahí: el arte es el lenguaje de las emociones puras, Maggie pinta y otros hacen música, hay notas alegres y tristes, es tan básico como eso. Si tú ves un dibujo, percibes la emoción al momento. Maggie cree que hace milagros dibujando pero a la vez expresa todo eso que no consigue sacar; el canal artístico ayuda a las personas. Es la esencia del arte, el juego entre la comunicación y la incomunicación.

Las ilustraciones son de Isabel Holgueras. ¿Nos cuenta cómo se conocieron?

Es una historia muy curiosa. Con “La lengua de los secretos” me escribió mucha gente, muchos se identificaban con los niños de la guerra, y una de las cartas que recibí era de Madrid, de una persona que se había emocionado mucho y me regaló un dibujo que había hecho su hermana. Era una mariposa. Me dijo que su hermana tiene 51 años y síndrome de Down. Cuando hice el guion de “El país escondido” me acordé de la mariposa, necesitaba alguien que dibujase milagros, que dibujase por Maggie. Y me dije: tengo a Maggie, sé cómo es, sé por qué dibuja así. Estuvimos un año trabajando, yo desde Bilbao y ellas desde Madrid, y fue impresionante. Nos dimos cuenta, sobre todo su familia, que todo lo que ha dibujado Isabel durante 50 años, que no ha parado de dibujar, es simbólico: tenía un país escondido con muchísimos colores y que a mí me ha ayudado, a base de preguntarle, a descubrir al personaje, porque ella es Maggie, se identifica con ella, lloraba dibujando cuando Maggie estaba llorando, las lágrimas corrían la pintura y esas manchas estan ahí.

Es una historia muy fuerte, muy bonita, de una artista de colores. Una gran artista.

¿Cómo organizaron el trabajo entre escritor e ilustradora?

Le conté toda la novela a la hermana de Isabel. Le pregunté si le parecía bien, porque es una novela un poco controvertida, tiene muchas visiones, políticas también. Le pareció muy bien y a Isabel le contamos un cuento parecido, para que lo asimilase bien. Sobre todo le hablamos de Maggie, de que vivía en un castillo porque tenía que protegerse de la realidad y tenía que buscar a su madre. Un cuento infantil. Ella lo fue pintando y fue también creando un cuento alternativo. Hay mil anécdotas... Para que veas cómo es la forma de pensar de ella tan pura, que es la de Maggie, ¿te cuento una?

Por supuesto.

El castillo nace por ella. En la primera ilustración de Bilbao que hizo había un castillo. Le pregunté por él y me dijo que Maggie vivía ahí, porque necesitaba aislarse para que no entraran las funcionarias. Más adelante, al pintar la casa de Maggie, le propuse que podría dibujar un foso, por ejemplo con cocodrilos, pero me respondió que no, que no podía poner cocodrilos porque los cocodrilos muerden y aunque los malos sean muy malos no hay que hacerles daño. Es pura bondad. Para defender el castillo inventó una ola, que es como si la luna arrastrase todos los colores del universo y protegiese el castillo una luna de colores. Es brutal. Para mí ha sido un gran descubrimiento que alguien sea capaz de dibujar cosas que, aparte de ser hermosas, tengan un significado tan profundo y bueno.

¿Seguirá escribiendo a través de esa mirada infantil y pura?

No lo sé. Estoy abierto. De hecho voy a poner un anuncio porque estoy buscando la historia más bonita del mundo, porque sé que las historias estan ahí. Lo que destacaría de mi obra si estuviera fuera de mí es precisamente que he bebido de la realidad a pesar de mirarla a través de la fantasía de los niños, y entonces me interesa mucho abrir los ojos y rescatar historias que hurguen en el alma humana. Creo que no solo los niños tienen una mirada diferente, también la tienen los locos, por ejemplo, y la gente especial en general. A veces la mirada de los locos es la que nos hace falta. O, por lo menos, la que me hace falta a mí.

En todo caso, una mirada que nos enriquezca como sociedad.

Eso es. Que no sea la nuestra, que la nuestra es muy aburrida y aportamos muy poco.