
Acudo a Ibaigane con una sensación y una certeza. La sensación, inédita para mí en en unas elecciones, es que toca elegir entre guatemala y guatepeor.
La certeza, que hoy no estaríamos celebrando eso que llaman la fiesta de la democracia –me temo que la única fiesta que vamos a vivir los athleticzales este año– si nuestro equipo en vez de estar el decimoséptimo estuviera el séptimo en la clasificación. Si Chimy Ávila no hubiera metido ese golazo en el minuto 86 en aquella jornada de agosto, si el partido contra el Rayo se hubiera jugado cuando tocaba y no con el grupo en plena depresión, si a Susaeta no se le hubieran cruzado los cables ganando 0-2 contra el Betis… no estaríamos desfilando por el Sancta Sanctorum rojiblanco con una papeleta en la mano en plenas vacaciones navideñas.
De hecho, igual ni siquiera habría elecciones. Pero la actualidad manda, y la actualidad del Athletic tiene forma de abismo. Y es por eso que hoy toca votar y que, además, cualquiera de los dos contendientes tiene opciones de ganar. Porque además del enfado lógico por la clasificación, la actual y la del año pasado, y a las lógicas ganas de cambio después de dos mandatos, hay también una mochila que lastra al candidato continuista.
La pésima gestión comunicativa, la altanería que ha caracterizado a la Junta Directiva saliente, el asunto de la grada de animación, su actitud en el «caso Cabacas» –qué poca sensibilidad–, son elementos que han originado un enorme desapego respecto a una dirección que deportivamente ha pilotado una de las mejores épocas de nuestro club, y que desde el punto de vista económico tiene más en su haber que en su debe.
Pero han sido arrogantes, y mucha gente les tiene ganas.
En el otro lado del cuadrilátero, un candidato mucho más fotogénico y dinámico, más abierto, que promete cambios e ideas nuevas, y que además ha hecho una campaña a pie de calle, menos encorsetada. Una opción atractiva para mucha gente.
Pero –siempre hay un pero–, uno no puede dejar de mirar la mano que mece la cuna. Y veo una mano peluda. No puede decirse que Elizegi represente algo nuevo, porque no lo es; es la cara visible de un proyecto comandado por otros padrinos, tan poderosos quizá como los que sostienen a su contrincante, y aupado por un grupo mediático con vocación de agujero negro: todo lo quiere engullir, todo lo quiere controlar.
Así que uno se pone a la cola y casi sin querer mira a los lados, a ver si se topa con Andoni Iraola, para preguntarle qué va a hacer. Mejor orientación no se me ocurre. Pero la fila avanza y el de Usurbil no aparece. Sí que anda por ahí otro Andoni, Goikoetxea, pero es que este impone mucho y cualquiera le pregunta nada.
Así que entro en la cabina, elijo la papeleta sin inspiración exógena, y voto.
Y salgo de Ibaigane con la misma sensación con la que he entrado pero con otra certeza: gane quien gane, esta noche electoral no voy a tirar cohetes ni voy a sufrir. No al menos como en los últimos partidos de San Mamés.

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