
No es cuestión de demonizar la modernización del estudio Ghibli llevados por prejuicios puristas, sino de reconocer que el pretendido retoque facial rejuvenecedor aplicado con ‘Earwig y la bruja’ (2020) no le ha sentado bien y, en lugar de quitarle años, lo que ha hecho es que parezca más trasnochado y fuera de lugar.
Para colmo de males, el autor de la supuesta renovación en falso lleva el apellido del gran maestro Miyazaki, ya que Gorô es su hijo, que iba para arquitecto y el productor Toshio Suzuki le convenció para dirigir el Museo Ghibli, junto al consiguiente documental ‘Museo Ghibli’ (2005).
Después vinieron los largometrajes de animación ‘Cuentos de ultramar’ (2006), ‘La colina de las amapolas’ (2011) y la serie anime ‘Ronja, la hija del bandolero’ (2014). La crisis abierta viene de que Miyazaki hijo no ha contado con el asesoramiento del consejo de viejos sabios de Ghibli, con Suzuki y su padre al frente, por la sencilla razón de que no saben nada de animación en 3D.
Lo que trastoca todo es el hecho determinante de que ‘Earwig y la bruja’ (2020) sea la primera película hecha por ordenador en Ghibli, mediante la asociación con la compañía NHK. De no llevar esa marca, el trabajo de Gorô Miyazaki sería tomado con normalidad, como una película más del género, ni mejor ni peor que otras. Pero la técnica del GGI no aporta nada a este producto dentro de Ghibli; es más, le resta o le roba todo el encanto y la magia de la animación tradicional.
Si es cierto que la temática sobre el crecimiento personal y el final de la infancia conectan con el espíritu fantástico de la casa, con la presencia de brujas, demonios y demás seres mitológicos, pero las canciones de pop-rock de la cantante indonesia Sherina Munaf no bastan para ofrecer una imagen renovada. Es imposible no echar de menos la maestría de Miyazaki padre.

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