Víctor Esquirol
Crítico de cine

Reír perjudica seriamente la salud

Alcanzado el ecuador de su 75ª edición, el Festival de Cine de Cannes nos recuerda que la comedia no tiene por qué ser necesariamente un ejercicio gracioso.

Jocoso Ruben Östlund en la presentación de ‘Triangle of Sadness’.
Jocoso Ruben Östlund en la presentación de ‘Triangle of Sadness’. (Julie Sebadelha | AFP)

En la Competición por la Palma de Oro, Ruben Östlund (“Triangle of Sadness”) y Cristian Mungiu (“R.M.N.”) dejan claro que la sátira puede ser pura incomodidad, mientras que fuera del concurso, Quentin Dupieux (“Fumer fait tousser”), con la promesa de la carcajada, nos asoma al abismo del vacío.

Se repite la historia (cosas de la configuración de unos horarios que, de forma incomprensible, parecen dejar la Sección Oficial a Competición en un segundo plano): una mañana más, vemos salir el Sol desde la privilegiada posición elevada de la Sala Agnès Varda, allí nos espera un descanso dentro de la carrera por la Palma de Oro, uno de esos divertimentos (siempre en teoría) que tanta fortuna han hecho en la esfera festivalera, a lo largo de la última década. El prolífico Quentin Dupieux, autor de comedias de culto como “Rubber”, “Wrong”, “Réalité”, “La chaqueta de piel de ciervo” o “Mandíbulas”, vuelve a la carga con “Fumer fait tousser” (traducido: “Fumar provoca tos”).

Quien en anteriores ocasiones se dedicara a seguir el reguero de sangre dejado por un neumático asesino con poderes telequinéticos, o a pensar en las posibles aventuras de dos colegas y una mosca del tamaño de un perro, nos mete en el interior de un coche donde van un padre, una madre y un hijo. De fondo suena una melodía que afirma que Dios nuestro Señor fuma puros habanos, hasta que el crío, que va en los asientos de atrás, pide por favor que se detenga el vehículo, pues se encuentra mal, y tiene que hacer una parada técnica. Al salir de allí, un alboroto lejano le hace olvidar su malestar. Inquieto por los ruidos que se oyen a la distancia, se asoma por un barranco, y lo que pasa a continuación es… bien, la enésima confirmación de que Monsieur Dupieux es el rey del absurdo.

“Fumer fait tousser” parece decidida a filmar las aventuras heroicas de un escuadrón de justicieros cuyos uniformes, -aparente- inocencia y pintorescos némesis recuerdan a aquellos míticos shows televisivos vintage que encumbraron a iconos pop como los Power Rangers o Ultraman. Pero esto no es una película de acción, de hecho, apenas puede computar como cinta de aventuras. Es un acumulador de micro-relatos que no van a ninguna parte. Una cuadrilla de ocurrencias donde impera, con mayor o menor potencia, el sinsentido, la violencia y, por supuesto, la sensación de que todo esto ciertamente tiene gracia, pero la justa. Dupieux en su zona de confort: en los límites de la genialidad, la vagancia y la -entrañable- cara dura. Hay que quererle por lo que es, y por lo que no es, también.

De vuelta a la Competición, La Croisette da la bienvenida, de nuevo, al sueco Ruben Östlund, ganador de la Palma de Oro, ni más ni menos, con su última película hasta la fecha: “The Square”. Como en aquella (y de hecho, como en todos sus trabajos), en “Triangle of Sadness” se impone la casi-suicida voluntad de llevar el humor al límite. Para sacar al público del cómodo aletargamiento en el que se ha instalado, para exponer todos los motivos (que no son pocos) por los que deberíamos avergonzarnos de nosotros mismos… y a ser posible, para reírse un poco de todo el mundo. En un yate de lujo comparten salones, solariums y camarotes tambaleantes algunos de los tipejos más ricos del mundo, y por supuesto, la horda de empleados que permiten que este gran circo no se vaya a pique.

Con ello, Ruben Östlund habla de las diferencias insalvables (monetarias y morales) que separan a los más privilegiados de los que ni pueden soñar con alcanzar tan opulentos niveles de bienestar. En la travesía, hay que decirlo, el hombre da con uno de los picos cómicos de su carrera: un maremoto escatológico en el que Margaret Thatcher y Karl Marx manchan la taza del mismo váter. El problema es que cuando pasa la tempestad y la calma, en cierto modo, toma posesión del relato, se evidencian los lastres del conjunto: un metraje excesivo, el dibujo unidimensional de los personajes, pero sobre todo, la malévola intención de arrastrar a la audiencia hacia las fauces de las revanchas canibalistas. O sea, que es una película que señala los males de nuestro mundo… mientras aviva el fuego que lo consume.

Por último, nos reencontramos con otro vencedor de la Palma de Oro. El rumano Cristian Mungiu presenta “R.M.N.”, sobrecogedor viaje a Transilvania, región histórica en el centro-noroeste de su país natal; un hervidero de pueblos, culturas y lenguas: un polvorín. Sobre el papel, una especie de melting pot en el que se juntan, aparte de los nativos, ciudadanos de Hungría, Alemania, el Estado francés… incluso de Sri Lanka. Como sucediera con James Gray y su “Armageddon Time”, el retrato de un drama (de desintegración) familiar sirve para catapultar un discurso político que, esto sí, ahora nos deja sumidos en las sombras.

Con su característico mimo por las largas secuencias dialogadas, Mungiu conjuga magistralmente la denuncia social desesperanzada con un afinado sentido de la sátira, con el que consigue desnudar la miseria de determinados personajes: los que tienen el poder de cambiar las cosas… pero que por desgracia, deciden apostar porque todo siga tan gris, tan depresivo, tan hostil. Entre el thriller, el terror y directamente el western (de Europa del Este), “R.M.N.” habla de la tiranía de la testosterona y de la barbarie de la intolerancia, riéndose amargamente tanto de un infierno como del otro… porque a veces no queda otra defensa.