Beñat Zaldua
Edukien erredakzio burua / jefe de redacción de contenidos

Ucrania, ¿a la cola de la UE?

La inclusión de Ucrania como candidata a la adhesión a la UE muestra que en Europa no hay reglas sagradas, sino equilibrios de intereses y correlaciones de fuerzas que van variando. Conviene guardarse estos precedentes ante discursos del miedo como los que se utilizaron en Catalunya y Escocia.

Emmanuel Macron y Mario Draghi, el jueves en Ucrania.
Emmanuel Macron y Mario Draghi, el jueves en Ucrania. (Ludovic MARIN | AFP)

Ucrania ya es casi oficialmente candidata a entrar en la Unión Europea. Tras el espaldarazo de Scholz, Macron y Draghi escenificado el jueves en Kiev, la Comisión Europea ha recomendado este viernes que el país sea aceptado como candidato. La formalización depende ahora del Consejo Europeo –los líderes de cada país miembro–, que se reúne la semana que viene. Visto y no visto; Zelenski pidió el ingreso a finales de febrero y se lo van a conceder en menos de cuatro meses.

Lo primero: la candidatura no implica la adhesión, ni mucho menos significa que esta será rápida. Tras la formalización del estatus, se inician las negociaciones, cuyos tiempos Europa puede manejar a su antojo. Que se lo digan a Turquía, cuya candidatura fue aceptada en 1999 y nadie cree hoy día que sea viable. Se trata más bien de un espaldarazo momentáneo a una Ucrania asustada que ve cómo en Europa se va abriendo paso la idea de una negociación con Rusia.

Con todo, es un paso de envergadura que se ha dado a una velocidad inédita. Que se lo digan a la pobre Bosnia y Herzegovina, cuya solicitud de ser reconocida como candidata a la adhesión acumula polvo desde 2016. O a la mencionada Turquía, cuya candidatura tardó doce años en ser admitida.

Precedentes y un recordatorios

Hay una lectura vasca de este proceso, que poco tiene que ver con el debate sobre la guerra de Ucrania, y absolutamente nada con los posicionamientos en ella.

No nos acordamos porque en estos tiempos acelerados parece que ocurrió en la prehistoria, pero antes de que todo se precipitase en Catalunya en el otoño de 2017, uno de los grandes campos de batalla fue el de la arena internacional. El Gobierno de Mariano Rajoy gastó tiempo y dinero en buscar declaraciones de peso para disuadir a los sectores que iban abrazando por vez primera el independentismo.

Entre los mensajes más repetidos estaba que Catalunya quedaría fuera de la UE. Lo dijo el entonces primer ministro británico James Cameron, sin saber que era él el que iba a salir del club europeo: «Si una parte de un Estado declara la escisión de ese Estado, ya no forma parte de la UE y tiene que empezar a hacer cola detrás de otros países candidatos». Lo dijo el entonces presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker: «Si Catalunya vota sí a la independencia lo respetaré, pero quedará fuera de la UE al día siguiente». Lo repitió hasta la extenuación el unionismo.

El independentismo se defendía encomendándose, con razón, a la flexibilidad como característica obligada de la UE, pero solo tenía un ejemplo a la mano, y algo retorcido, porque se trataba de un proceso inverso. En 1990, más de 16 millones de ciudadanos de la antigua República Democrática Alemana se convirtieron en ciudadanos comunitarios de la noche a la mañana, mediante la reunificación del país germano.

No había más evidencia empírica para apoyar el argumento de la flexibilidad europea, por mucho que fuese real. Pero desde entonces se han dado dos casos que conviene incorporar al argumentario. Durante la campaña del referéndum de Escocia, en 2014, el entonces presidente de la Comisión Europea, Jose Manuel Durao Barroso, vio «casi imposible» la adhesión de una Escocia independiente a la UE. Solo dos años después, su sucesor, el ya citado Juncker, sugirió lo contrario y subrayó que «Escocia se ha ganado el derecho a ser escuchada». ¿Qué ocurrió en el ínterin? El Brexit.

Ahora es Ucrania, un país a años luz de los estándares que la UE exige –al menos sobre el papel– en materias como democracia y estado de derecho, la que ha mostrado como los procedimientos comunitarios se adaptan a las necesidades del momento. La historia ya demuestra que la incorporación puede ser un visto y no visto: una vez desaparecida la URSS, Finlandia completó todo el proceso en apenas dos años.

Como el debate regresará algún día, conviene guardar en la memoria precedentes y recordatorios como el que marca ahora Ucrania. No hay normas sagradas en la UE. La salida o permanencia de un territorio independizado dependerá de los intereses, el contexto y la correlación de fuerzas del momento. No se pretende con esto defender el ingreso en la UE a toda costa, sino de desactivar discursos del miedo que hacen mella –Escocia y Catalunya lo prueban–. Porque también es perfectamente posible negociar y pactar la adhesión a la UE, poner la decisión en manos de la gente, y que esta rechace la entrada. Noruega lo ha hecho. Dos veces.