Mikel Insausti
Crítico cinematográfico

«Pig»

Como Nicolas Cage es un actor que no para suele ser habitual que coincidan varias de sus películas de estreno en un breve espacio de tiempo y, gracias a tan prolífica actividad, podemos ver seguidas ‘El insportable peso de un talento descomunal’ (2022) y ‘Pig’ (2021). No hay que perdérselas porque el sobrino de Coppola se encuentra muy inspirado y vive una de sus etapas artísticas más fecundas, demostrando que su repertorio es inagotable de tan variado que es. Puede que hubiera un momento en que corría el peligro de encasillarse dentro del cine de acción violenta, pero su filmografía actual es un ejemplo de versatilidad y la prueba son estos dos títulos tan distintos entre sí y a todo lo que ha hecho hasta ahora.

‘Pig’ (2021) es otro título atípico que sorprende para bien, ya que resulta un largometraje que no tiene nada que ver en su desarrollo con lo que parece apuntar el engañoso tráiler, debido a un arranque argumental que podría haber dado lugar a otra historia de venganza más, pero por el contrario se decanta por una lección de vida a través de la superación del duelo y del aprendizaje para sobrellevar el dolor de la pérdida. También el personaje que encarna Cage se sale de sus caracterizaciones más histéricas o sobreactuadas, al tratarse de un tipo solitario y contemplativo que sufre en silencio. Una magnífica introspección de la que sale beneficiado el debutante Michael Sarnoski que, junto a su coguionista y coproductora Vanessa Block, triunfó en los Spirit Awards del cine independiente. Su ópera prima ha llamado la atención de la industria de Hollywood, y un gran estudio como Paramount ya ha contratado sus servicios para que dirija la tercera entrega de la franquicia terrorífica creada por John Krasinki ‘Un lugar tranquilo’, con el título de ‘A Quiet Place: Day One’ (2023).

De alguna manera ‘Pig’ (2021) aborda a su manera una cuestión que ya han tratado otras películas, llegando a las más diversas conclusiones, y es que la cocina elitista de las estrellas Michelin sirve muy bien de metáfora sobre el clasismo instalado en las sociedades occidentales, por lo que no es de extrañar que abunden relatos sobre chefs que, cansados de soportar la presión de la exigencia y competitividad de los restaurantes de lujo, deciden retirarse y dedicarse a labores gastronómicas más anónimas. Es lo que le ocurre a la protagonista de ‘La brigada de la cocina’ (2022), e igualmente lo que le pasa a nuestro ermitaño Rob, que en tiempos pasados fue un gran chef de Portland y ahora vive en una cabaña aislada.

Las razones por las que Rob decidió cambiar de vida son muy personales e íntimas, hasta el punto de que serán respetadas por la narración y se irán desvelando muy lenta y sutilmente. Resulta evidente que este hombre está interiormente roto, y que descuida un aspecto externo que ya no le importa. El único ser vivo al que parece querer de verdad es a su cerda trufera, pero no porque su subsistencia dependa de los frutos que recolecta el animal, sino porque es su mascota, su compañía.

Pero las trufas son tan cotizadas en la alta cocina que un día alguien le ataca en su retiro y se lleva a su cerda, que era lo único que le mantenía con fuerzas para seguir adelante. No dudará en seguir el rastro de los ladrones para intentar recuperar al porcino, y esa búsqueda se convierte en una especie de camino de expiación para obtener la redención. Los golpes y las palizas no lograrán disuadirle en su misión, que acepta con estoica disciplina.

Su contacto con el mundo era el joven comprador de trufas Amir (Alex Wolff), muy representativo del emprendimiento ciego de nuestros días, y cuyas aspiraciones se relacionan con un padre (Adam Arkin) todavía más ambicioso y violento. Son seres heridos que ocultan el dolor de unas existencias contrariadas, y frente a las que el protagonista tiene la clave del drama humano compartido. Su mente creativa le hace recordar cada plato que elaboró y a cada cliente que sirvió, como un poso de psicología culinaria aplicada.