
Ramon Balcells olfatea en ‘A.’ el polvo suspendido de un piso vacío igual que Chantal Akerman tanteó la vida-apenas de sus pisos, aún llenos (el gesto es diferente). Al rastreo, sucio por el ruido del digital y los aires acondicionados, añade una banda de sonido con charlas familiares lejanas y una figura funesta que se pasea por las estancias. El diálogo entre tiempos y registros es claro, incluso demasiado, y gana cuando el propio Balcells se encuentra reflejado en un espejo. Cuando el relato se convierte en autorretrato, un interrogante aparece: allí hay una nueva película posible.
En ‘A South-Facing House in Gyeonggi Province’ una perspectiva doblega con insistencia el retrato mudo de la cotidianidad dentro de esa susodicha casa orientada al sur. Park Jin-Yong, hijo y co-habitante junto a madre, padre y abuelo, deja caer todo el peso de la tradición voyerista malrollera sobre la familia, encuadrando los espacios con una oblicuidad insistente, tanto visual como narrativa. Park emplea grandes angulares pero los aplasta en esquinas, saca punta a una escucha activa del espacio pero niega toda explicación. Nunca accedemos al origen ni la razón del alud de sonidos que nos invaden desde el más-allá, al otro lado de la pared: hay pasos amortiguados, cremalleras crujientes, multitud de grises de un ruidoso aire acondicionado, una tele que nunca se apaga.
Hija de las backrooms, a quien sí encuadra con claridad es a la madre, católica devota, que reza agazapada por los rincones y siempre se sienta en el suelo. Su cuerpo encorbado sobre la luz remitiría a cualquier cinéfilo al clásico de Tobe Hooper de 1982. El hijo, de cuya habitación sólo vemos un póster y un cable mal enchufado, acaba atemperando su tendenciosa inquietud infantil al equilibrarla con una cierta normalidad: incluso coinciden padre y madre, haciendo zapping. La madre sale y cierra la puerta, canturreando, como quien se venga a base de pura realidad de quien se monta demasiadas películas.
‘Una temporada en la frontera’ canta al amor a través del tiempo
Aunque la película no quiera ser más que eso, justamente, faltaríamos a la verdad si redujéramos la propuesta de Ile Dell’Unti (coguionizada junto a Juan Hendel) a un simple archivo de cartas intercambiadas entre dos hermanas arquitectas, exiliadas por la última dictadura militar argentina; Claudia a Suecia y Julia en la Formosa provincial. Tampoco son los espacios escogidos meros fondos para la locución en off de las misivas, ni llana la puesta en escena: la cámara se interna en cada rincón de la facultad de Arquitectura, encuadra con expresionismo gustoso. Luego, cuando la crisis cae sobre Argentina, la propia cineasta se postula como modelo en calles y tejados, negándose a dejar a Julia sola, desnuda ante el relato de la miseria.
A ratos enunciativo, el film planta una niña que roe distraída una empanada delante de los militares pintados sobre un mural patriótico ridículo, o ilustra a dos tiempos y con casi cuarenta años de diferencia, el relato de dos encuentros semejantes entre amigos en un bar. Otras veces, sólo suelta nuestra mirada en campos vacíos para que se abisme. Ante un dispositivo discretamente variable, queda a nuestro juicio determinar en qué volcamos la atención, es decir, cuánto miramos y escuchamos el qué. El gesto arropa el esfuerzo de sus protagonistas, obligadas a seleccionar qué era meritorio contar a aquella que tenían lejos para mantener apartada también la aspereza de su lejanía.
En fin, Dell’Unti invita a evaluar sus panorámicas urbanas con espíritu crítico. Antes de descubrir por qué se separaron, conocemos el motivo por el que no pueden reunirse de nuevo, que no es más que la falta de dinero. Bajo una economía que sigue en crisis severa, el pueblo argentino, tan tozudo como siempre, hoy sigue marchando. ¿Cuántas decenas de Julias y Claudias habrán cruzado el objetivo de la cámara?

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