Aritz Intxusta
Redactor de actualidad

Una piedra tallada hace 10.000 años, rival de la Mano de Irulegi

La sala de Prehistoria del Museo de Navarra, ubicado en Alde Zaharra de Iruñea, recibe más visitantes que nunca desde que llegaron la Mano de Irulegi y el «hombre de Loizu». Algunas visitas pasan por alto una de las piezas más singulares de todo el museo, el mapa más antiguo de Europa.

Olaia Nagore, junto a la reproducción ampliada del Mapa.
Olaia Nagore, junto a la reproducción ampliada del Mapa. (Jagoba MANTEROLA)

En el Museo de Navarra están contentos. Poco antes de las navidades, la sala de Prehistoria pasó a acoger los restos del «hombre de Loizu» y la Mano de Irulegi. El tirón, sobre todo el de la segunda pieza, ha aumentado la cantidad de personas que se acercan a ver la exposición y que, además, lo hacen de forma gratuita, dado que parte del museo se encuentra en obras.

La Mano de Irulegi se encuentra ubicada en la sala de prehistoria que se ha renovado recientemente. Se trata de un emplazamiento temporal –lógicamente, dado que tiene algo escrito– y el plan es acomodarla en el espacio dedicado a la romanización, que es el que está en obras.

Allí estará acompañada de otras inscripciones en vascónico con letras latinas, como las que se hallaron en Andelos. Y también, del famoso y decapitado 'togado de Pompelo', al que urge cambiar el nombre, dado que desde marzo se ha sabido que se trata de la escultura de una niña. La gran protagonista de la sala de Prehistoria es la cueva de Abauntz y su fascinante mapa, el más antiguo de Europa, que corre estos días el riesgo de pasar desapercibido, dado que las visitas se centran en las novedades.

Mapa de Abauntz. (Cedida por el Museo de Navarra)

El mapa, en realidad, es una piedra redondeada, sobre la que alguien (hombre, mujer, no lo sabemos) grabó con un sílex afilado las siluetas de varios animales (cabras, cérvidos) y lo que parecen ser los alrededores de la cueva, con el río que la rodea, los pasos, los árboles y una zona de humedales.

La habilidad con la que la piedra está tallada abruma. El autor logra trazos firmes, se diría casi perfectos, sobre una superficie compleja, pues no deja de ser una piedra dura (calcita) con una superficie curva e irregular. Además, parece demasiado pequeña para el nivel de información que contiene. Mide 17,5 cm de largo por 10 cm de ancho y 5,5 cm de grosor. Por poco no pesa un kilo.

Para que puedan apreciarse bien los grabados, junto a la piedra protegida por una urna de cristal, se ha colocado una reproducción de la misma, pero varias veces más grande y con los trazos resaltados con distintos colores para que se distinga todavía mejor lo que representan. Las cabras, de otra forma, requerirían casi de lupa, lo que da cuenta de la habilidad de la persona que la talló.

La cueva de Abaunz era una vieja conocida. Se sabía que guardaba restos arqueológicos desde 1932, momento en el que fueron documentados por Telesforo de Aranzadi y Miguel de Barandiaran.

Ambos se adentraron por la boca de la cueva persiguiendo lamias y leyendas, pues se decía que los vecinos del valle dejaban ofrendas, como leche, para ganarse el favor de las lamias que habitaban la caverna. Todo iba bien hasta que, ¡ay!, uno de ellos dejó el kaiku lleno de estiércol. La fatalidad sobrevino sobre el desgraciado en forma de una maldición que, como en las tragedias griegas, heredaron sus descendientes hasta –eso cuentan– el día de hoy.

Barandiaran aconsejó después a Pilar Utrilla (hoy catedrática emérita de la Universidad de Zaragoza) centrarse en esa cueva y ella, junto a Carlos Mazo, dio con el mapa en 1993, dos décadas después de que entraran por primera vez.

Desencriptar la piedra

A Utrilla le llevó otros 15 años desentrañar el sentido de la mayoría de los trazos grabados en el canto rodado, muchos de ellos superpuestos unos sobre otros. Había ciervos y liebres cabeza arriba y cabeza abajo, una extraña figura a las que llaman antropomorfa (las representaciones humanas son rarísimas en esa época), las diminutas cabras, líneas largas sinuosas, otras cortas, triángulos y formas escaleriformes.

Reproducción ampliada de la piedra, con detalle de las siluetas de cabras. (Jagoba MANTEROLA | FOKU)

Finalmente, huyendo de la tentación de encajonarlo todo en un sentido ritual hoy inescrutable y zanjarlo ahí, Utrilla se atrevió a formular la tesis: aquello era un mapa.

Descendemos ahora al 10.000 antes de Cristo. La cueva de Abauntz, en Arraitz, está habitada por un grupo de cazadores recolectores. Se cobijan en ella de forma temporal. Son nómadas que se mueven de un lado al otro del Pirineo, como parecen atestiguar las pieles de saiga, un tipo de antílope desaparecido, con las que se cubren y cuyos restos aparecieron en el yacimiento.

No son los primeros en instalarse allá. 20.000 años (Paleolítico Medio) antes habitaron en ella grupos de neandertales. O, de no haber pertenecido a la especie extinta, humanos que tallaban el sílex de la misma forma que ellos.

No es magia de lamia, pero algo tiene Abauntz que gusta a estos grupos humanos primitivos. Y también al oso de las cavernas, que fue turnándose con ellos el abrigo de la cueva a lo largo de los siglos.

Quienes tallaron la piedra de Abauntz, sin embargo, iban y venían y, en algún momento determinado, alguien quiso dejar el conocimiento de algunos puntos cercanos útiles (Utrilla aquí no arriesgó: pueden ser un buen lugar para la caza, un sitio donde encontrar otro tipo de alimento, o una veta de sílex).

El caso es que las líneas sinuosas y largas se corresponden con el fluir del río Zaldazain y que aquellas más cortitas que las cruzan en perpendicular señalan, aparentemente, puntos donde vadearlo. Incluso una suerte de remolino confuso se revela, según esta interpretación, como una indicación de la zona de humedales. Sostener que la piedra era un mapa era asumir un riesgo.

No hay mapas de aquella época. Existe alguna referencia en huesos tallados en el Este de Europa, pero realmente no hay con qué compararlo, con qué verificarlo. Pues lo que escondían las lamias de Abauntz era el mapa más antiguo de Europa.

Trazos que representan al río Zaldaian resaltados en azul y cervidos. (Museo de Navarra)

Y esto hacía a la pequeña roca superar a las otras dos tallas que aparecieron a su lado, incluido el espectacular dibujo de una cabeza de caballo que parecía (y parece) emparentar a Abauntz con el gran santuario de Isturitz, Behenafarroa, o a la cueva de Ekain.

La arqueóloga Olaia Nagore trabaja como técnica en el Museo de Navarra. En su día, colaboró con Utrilla analizando los grabados a finales de los 90. «Tenía que tratar de dilucidar qué grabados se habían hecho antes que otros, utilizando unas lupas de aumento con luz rasante», recuerda.

Para Nagore, con todo, el mapa no es la pieza favorita que ha salido de la cueva de Abauntz. Ella siente predilección por la del caballo, de forma angulosa y trapezoidal, por su nivel de realismo, los detalles de las crines y el hocico y el modo en que aprovecha los distintos grosores de la pieza para dotar de volumen al dibujo.

La pieza de la cabeza de caballo está colocada en uno de los laterales del museo, junto a otros de los hallazgos de Abauntz, como un grueso fémur de oso cavernario. Quizá lo más interesante sea una lasca de sílex, un buril, similar al que tuvo que emplearse para dibujar sobre las piedras.

También hay una piedra manchada con ocre procedente de Abauntz, un pigmento cuya base es el óxido de hierro que se empleaba para decorar objetos y paredes –es el responsable del color rojizo de los bisontes de Altamira– y como pintura corporal con un objetivo ritual (el compuesto tiene también cierta capacidad antiséptica), pero muy extendido entre la sociedad de la época.

A su alrededor se encuentran varios adornos que usaban aquellos cazadores recolectores vestidos con pieles de saiga, principalmente caninos de animales como el ciervo para usarlos como colgantes. Nuevamente, en muchos de ellos vuelven a aparecer trazos, apenas rasguños, realizados con buriles de sílex.

Destacan en esos elementos lo que Nagore denomina como «figuras escaleriformes» que, de haber tenido significado, este hoy se ha tenido por completo. Hay también azagayas (pequeños proyectiles afilados de hueso) y costillas grabadas.

La última de las piezas singulares, identificada con el número 12, es la que puede pasar más desapercibida de todas. Se trata de un colgante que proviene de un diente algo más grande que los demás. Su excepcionalidad radica en que se trata de marfil de mamut, animal que no se extinguiría hasta miles de años después. Y otra vez, hay estrías en él grabadas con sílex. Son rayas agrupadas de siete en siete. Seguimos sin saber qué significan, pero hay una teoría bastante aceptada de que se trata de una suerte de calendario vinculado a los ciclos de la Luna.