Beñat Zaldua
Edukien erredakzio burua / jefe de redacción de contenidos

British Steel: salvar al soldado acero

La secuencia que ha acabado con la toma de control de los dos altos hornos de Scunthorpe, los únicos que a día de hoy producen acero virgen en toda Gran Bretaña, por parte del Gobierno de Keir Starmer, da para un thriller.

Trabajadores siderúrgicos de la British Steel en los altos hornos de Scunthorpe, la semana pasada.
Trabajadores siderúrgicos de la British Steel en los altos hornos de Scunthorpe, la semana pasada. (Danny LAWSON | FRANCE PRESSE)

A estas horas solo quedan en toda Gran Bretaña dos altos hornos con capacidad de producir acero virgen. Están en Scunthorpe, dan trabajo a 2.700 personas y pertenecen a la British Steel Corporation (BSC), un nombre que engaña, pues desde 2019 es -o era- propiedad del conglomerado chino Jingye Group. La venta al único comprador que presentó una oferta fue autorizada en su día por el Gobierno de Boris Johnson. La privatización de lo que hasta 1988 fue una empresa estatal lleva, por supuesto, el sello de Margaret Thatcher.

La crisis viene de lejos y la renacionalización planeaba en el ambiente desde finales del año pasado, cuando se entablaron conversaciones entre la empresa y el Gobierno. Jingye aseguraba que la planta no es sostenible y que le generaba pérdidas de 700.000 libras al día. Londres puso encima de la mesa una oferta de 500 millones de libras en ayudas para mantener los hornos en funcionamiento, pero el conglomerado rechazó la propuesta.

Fue entonces, hace dos semanas, cuando todo se precipitó. El jueves 10 de abril se dieron por rotas las negociaciones. El 11 de abril una carga de coque -esencial para producir acero virgen- camino de Scunthorpe cambió de repente de dueño, pasando de la British Steel a Jingye. En Downing Street lo entendieron como un paso para vender el cargamento, lo que ponía a los altos hornos a las puertas de un apagado quizá irreversible. La noticia de que la compañía había cancelado otro encargo de carbón desde EEUU no hizo sino alimentar las sospechas.

Evitar el apagado

A partir de ahí, solo una obsesión movió a Londres: salvar la bola de partido y evitar el apagado a toda costa, fuese como fuese. Se llegó a trazar un plan para forzar, con la ayuda de las autoridades españolas, al buque a repostar en Gibraltar, donde su carga podría ser incautada. ‘The Guardian’ añade que también se valoró el despliegue de la marina para escoltar la carga.

No fue necesario. El sábado 12 de abril, los servicios jurídicos del Gobierno concluyeron que el traspaso de la titularidad del cargamento a Jingye fue ilegal, por lo que seguía perteneciendo a la British Steal. «Bastaba», por lo tanto, con tomar el control de la empresa. La terapia de shock, que convierte en inevitable lo que hasta entonces era imposible, también puede funcionar, a veces, en sentido inverso.

El mismo 12 de abril la Cámara de los Comunes aprobó un proyecto de ley de emergencia que permitió al Gobierno nacionalizar temporalmente la BSC. Al día siguiente, trabajadores de la siderúrgica impidieron la entrada de los directivos de Jingye a la planta, y para el martes el cierre inminente de los hornos dejó de ser un peligro, al llegar los cargamentos de coque. El Gobierno ha salvado 2.700 puestos de trabajo directos y ha impedido el cierre de la única instalación que conserva en Gran Bretaña la capacidad de producir acero virgen desde cero -a partir de carbón de coque y mineral de hierro-.

¿Problema resuelto? Ni mucho menos. En los dos altos hornos de Scunthorpe, muy británicamente bautizados como Queen Anne y Queen Bess, se cruzan varios de los nudos que estrangulan el presente. Estos son algunos de ellos.

¿Qué hacer con China? ¿Y con EEUU?

«China: vibran los sismógrafos cuando se pronuncia la palabra. La gran nación asiática es hoy el centro resplandeciente de todas las miradas, mitad pánico, mitad asombro. El gigante, puesto de pie, exige su sitio al sol». Eduardo Galeano quizá se precipitó un poco al escribir estas líneas tras visitar el país hace 60 años, pero su visión es ya una realidad. China ha entrado hasta la cocina de economías abiertas de par en par por el neoliberalismo.

Aunque las amenazas de cierre venían de mucho antes y el precedente de Port Talbot (Gales) -donde la india Tata cerró a finales de año unos altos hornos que también producían acero virgen- no desembocó en un cuestionamiento de las inversiones indias, el relato dominante en Londres cuenta que los chinos querían cerrar Scunthorpe para poder vender más fácilmente a Gran Bretaña parte del acero que se va a dejar de exportar a EEUU por los aranceles de Donald Trump. Es una narrativa que tiene asideros reales -Jeremy Corbin ya bramaba contra el dumping chino en el acero hace una década-, pero que, como señalaba recientemente Paul Atkin, permite también realinear el foco de la opinión pública contra China, dejando en un segundo plano los desplantes de la administración Trump.

Al mismo tiempo, el repliegue estadounidense también afecta gravemente a economías como la británica, que ve en China el gran mercado alternativo. Llevarse mal con Pekín no parece la idea más inteligente ahora mismo. Pese al choque diplomático -la embajada china ha protestado- la ministra de Economía, Rachel Reeves, acaba de dejarlo claro: «China es la segunda economía más grande del mundo y sería, creo, una gran insensatez no colaborar». Eso sí, estas declaraciones vienen ahora con una coletilla: el veto a las inversiones chinas en lo que Reeves calificó como «áreas sensibles de infraestructura nacional crítica».

Si regresa el estado, ¿regresan las nacionalizaciones?

Esas áreas sensibles, siempre existentes pero de grosor y extensión variables según la época, llevan implícita la intervención del Estado. Todo indica que estamos en una fase de interpretación amplia de esos sectores cruciales, lo que desemboca en una mayor intervención del Estado. Igual que ocurrió temporalmente con la pandemia, el poder de las ciudades globales -llamadas supuestamente a pilotar el futuro- se diluye y la todopoderosa mano de los grandes conglomerados empresariales se matiza ante un Estado que recupera la guillotina.

¿Quién si no un estado puede incautar British Steel o vetar la compra de una empresa como Talgo por parte de una compañía extranjera? El Estado regresa, pero no está claro hasta dónde. Londres no quiere quedarse con British Steel, quiere inversores privados, pero será difícil que aparezcan candidatos para una infraestructura en la práctica obsoleta. Podríamos estar ante una nacionalización casi involuntaria. El contexto mismo puede forzar a sectores políticos moderados a asumir nacionalizaciones defendidas por la izquierda. Aprovechar con inteligencia esta tendencia relativamente favorable no será fácil, pero la oportunidad está ahí.

¿Reindustrialización o rearme?

Los periodos de esplendor económico en Europa y EEUU durante los dos últimos siglos están estrechamente ligados a una intervención activa del Estado en la economía. Es algo que, como ha destacado Michael Hudson, Trump olvida pese a su defensa de la industrialización y su retórica patriota. Adelgazar el Estado como lo está haciendo y reducir prácticamente hasta el cero la carga fiscal sobre los ricos va justo en dirección contraria.

Europa puede estar tomando otra dirección, dejando atrás los estúpidos corsés presupuestarios autoimpuestos y apostando por grandes inversiones públicas. La música suena bien, pero el sector por el que Europa ha optado para esta reindustrialización es el de la Defensa, lo cual resulta exasperante. Es como si, después de lograr tras muchos años abandonar la senda que nos encaminaba al abismo, hayamos optado por otra que nos lanza a los tiburones. La nacionalización de British Steel no es ajena a esta fiebre bélica, al considerarse el acero virgen crucial para la industria armamentística.

Y de fondo, la crisis climática

Todo análisis sobre la actualidad debería incorporar a estas alturas un filtro que permita observar las cosas desde la perspectiva de la crisis climática. En el caso concreto de Scunthorpe, pese a la buena nueva de la nacionalización, los interrogantes son muchos si nos ponemos las gafas climáticas. Por ejemplo, alinearse con EEUU en la campaña contra China puede poner palos a las ruedas del despliegue de las renovables, partiendo de la base de que el 80% de las placas fotovoltaicas se producen en la actualidad en el gigante asiático.

Pero sobre todo, las incógnitas apelan al propio futuro de unos altos hornos en el final de su vida útil. Apostar por nuevas plantas de acero virgen a partir de carbón de coque y mineral de hierro contraviene todo objetivo de descarbonización -la industria siderúrgica es la responsable del 9% de emisiones de gases de efecto invernadero-. Actualmente se apuesta por hornos de arcos eléctricos que contaminan mucho menos pero que trabajan con acero reciclado, es decir, no lo crean de cero, lo que, entre otros, limita su uso militar.
Y aquí, quizá, encontramos uno de los principales nudos: intervención estatal sí, pero ¿para qué? ¿Para impulsar la guerra o para apostar por un planeta habitable?