Las mujeres migradas vienen desnudas de lo que fueron
Para las mujeres migradas de Abya Yala (desde 1492, América) el ongi etorri es cuidar y limpiar. Nadie les pregunta qué hacían en sus países. En Bidez Bide les asesoran en la homologación de estudios y tratan de ofrecerles itinerarios unidos a sus saberes, para compensar las pérdidas con ganancias.

Esta es la primera parte del reportaje sobre la homologación de estudios extranjeros. Las entrevistas con mujeres migradas de Abya Yala (desde 1492 América) son duras y extensas, tanto que las daremos en una serie. Porque tal y como repite Katia Reimberg, responsable del servicio de asesoría Parekatu/Iguálate de Bidez Bide Elkartea, subvencionado por la Diputación Foral de Gipuzkoa, la homologación de los estudios no es solo un trámite, sino que estamos hablando de «un racismo institucional que es brutal».
Bidez Bide lleva desde 2009 asesorando y acompañando a mujeres migradas y racializadas en este proceso, así como en sus itinerarios formativos, en la sede de Amara y en diferentes Casas de las Mujeres. Constata que la gente de aquí no entiende qué significa en Abya Yala y en muchos países de África y Asia tener un título universitario. «Ya es estar en otro estatus social. Tiene un peso cultural mucho más fuerte que en Euskal Herria».
Acompañan a médicas y enfermeras que llevan 30 años trabajando en un hospital y que tienen que homologar el Bachiller. «Estamos jugando a una fuerza mayor con la vida de las personas», censura. Además, reivindica los espacios que crean para que las mujeres puedan reconocerse entre ellas y tener referentes migradas como Janeth Rool y Susana Esparza, que muestran que se pueden hacer otras cosas, no solo cuidar.
Susana Esparza
«Soy bióloga. Tengo una maestría en México de la Historia de la Ciencia, un máster en Filosofía, Ciencia y Valores en EHU y un doctorado en México de Filosofía de la Ciencia. Estuve dos años trabajando en EHU como investigadora postdoc. Cuando vine ni siquiera me planteaba la homologación. Pensaba que siendo doctora, además habiendo hecho un máster oficial aquí, no tendría por qué homologar nada. Pero cuando terminé el proceso me di cuenta de que no había alternativas de trabajo real como investigadora», comienza su testimonio.
«Yo vine porque me enamoré. Estuve en un programa donde te ayudaban a hacer tu currículum y te conseguían unas prácticas en lo que tú considerabas que eras buena. Les costó muchísimo trabajo hasta que me abrieron las puertas en el Aquarium de Donostia. En ese momento estaba embarazada. Cuando se acabaron las prácticas me dijeron que allí no había posibilidades. Entonces, me fui a casa, a la semana parí, y empezó mi vida de madre. Pero yo seguía: escribía artículos de divulgación, los mandaba a México y me publicaban en revistas mexicanas».
En la pandemia descubrió que tenía capacidades para dibujar. Un día fue a la Casa de las Mujeres de Zarautz a un evento para mujeres migradas y allí escuchó historias que le inspiraron. «Una chica contó: ‘Cuando vine aquí me sentía tan sola que fui a servicios sociales a ofrecerme para salir a dar paseos con las personas mayores’. Me dije: ¡Qué buena idea! Yo puedo ofrecerles un taller de pintura. Me contactaron con Udaberri, el centro de jubilados de Zarautz, y con el centro de día. En ambos me dijeron: ‘Nos interesa pero te tenemos que pagar’. Tenía un trabajo por primera vez que lo había logrado yo».
Ahora trabaja en el centro de día y en Udaberri. En la casa de las mujeres vio la necesidad de espacios creativos y creó un taller que se llama ‘Amarte’. «No he dejado atrás mi formación porque es parte de mí, pero viví un duelo de mi carrera. No sabía que cuando fui a México a buscar los papeles para casarme y terminaba el contrato postdoctoral también se terminaba mi carrera académica por la que había luchado muchos años», reconoce emocionada.
«No necesitamos un sistema de integración sino de inclusión social, y la diferencia es abismal, porque no somos apéndices», reivindica. «Es una locura porque vienes completamente desnuda de lo que fuiste. Ni siquiera te vale el permiso de conducir aunque lleves conduciendo 25 años en la jungla de Ciudad de México».
«Súper neskame»
En Euskal Herria se necesitan profesionales, pero el proceso de homologación es largo y engorroso. En cambio, no hay requisitos para el trabajo de hogar o de cuidados. «Todas, sin excepción, llevamos un agente colonial dentro. Nadie nos pregunta qué hacíamos en nuestros países o qué capacidades tenemos», critica Reimberg.

Soraya Ronquillo, que acompaña a estas mujeres en sus itinerarios formativos, apunta que el trabajo de limpieza y de cuidados son dignos, pero el trabajo de interna o de ‘super neskame’, que es un trabajo de servidumbre, tendría que desaparecer por las condiciones. «Nos encontramos con mujeres médicas y enfermeras que están trabajando de internas. Y mujeres con primaria y sin estudios oficiales, con otros saberes, porque es importante poner en valor esos otros saberes de nuestros países de origen: mujeres parteras, mujeres que curan con hierbas...».
Sin embargo, lo que está en el centro es el conocimiento europeo. «Nuestros títulos y saberes tienen menos valor». Por eso, cuando logran la homologación, les dicen: «No es lo mismo estudiar aquí que estudiar allá».
Janeth Rool
«Estoy haciendo mi arraigo de formación. Estoy haciendo el curso de soldadura porque ya tengo dos años de cuidar a una adulta mayor y emocionalmente me estoy acabando. Medio año trabajé por horas y llevo un año completo trabajando 24/7 con ella. Sí, tengo mis tres horas libres, pero no tengo a dónde ir. Vivo en la casa de ella, en Lezo. Me quedo las tres horas con ella. La saco a pasear, la llevo a la playa, salimos a comer... Ella era costurera y trabajaba mucho. Ahora que está conmigo disfruta al máximo. La visto bonita. Me gusta verla así. Es el reflejo de cómo la cuido. Cuando la acuesto le doy un beso en la frente y le digo: este beso te lo manda tu madre y dice que te duermas y que me dejes dormir [se ríe]. La quiero mucho. Pero ya no quiero seguir con esto. Le digo: yo voy a cuidarte, como los novios, hasta que la muerte nos separe. Va a ser un impacto grande cuando me deje. Tiene 97 años», describe.
Su vida en su país de origen, Honduras, fue muy dura. «A mis seis años mis padres se separaron. En Catacamas, donde vivíamos, no había mucho empleo y mi madre se tuvo que ir a trabajar a ocho horas de donde vivíamos. Mi papá se fue para Tegucigalpa, a cuatro horas, y los tres hermanos pequeños nos quedamos con la hermana mayor. A los 12 años empecé a trabajar como niñera».
«Siempre carecí del amor de mamá [llora]. Conocí al padre de mis hijos en el lugar de trabajo a mis 15 años. Tomé la mala decisión de irme con él, buscando amor. Nos quedamos en la casa de su madre. Él tenía 23 años. Me enamoré mucho. Salí embarazada a mis 15 años. Tengo un hijo de 23. No solo él. Tuve cuatro hijos con mi pareja.
Lastimosamente hubieron muchas diferencias, nos separamos y yo me quedé con su madre porque me trataba como a una hija. Hacía pastelitos y baleadas y las vendía en la calle. Hubieron muchos días en los que tenía solo para una libra de pollo y no tenía para mí, pero había para ellos».
«Empecé como impulsadora, pesaba arroz en las bodegas y atendía a los clientes. Me fui levantando poco a poco. Después de doce años como impulsadora, empecé a estudiar. Cuando mi hija tenía un añito me la llevaba en la moto agarrada por detrás con una bufanda y nos íbamos para el colegio. Yo llevé a mi graduación a mi hija. Tenía tres años».
La empresa la despidió pero no tuvo miedo. «Me gusta mucho la cocina, entonces emprendí mi trabajo. Me levantaba a las 3.00. Hacía tacos, baleadas, pastelitos... y vendía todo. Así estuvimos hasta que vino la pandemia, que lo arruinó todo. Hubo también un huracán, se llevó el techo de mi casa. Conseguí un trabajo donde solo me daban 25 euros por semana. Volví a lo mismo. Empezaron las ganas de morirse. Me sentía derrotada. Mi madre sabía por lo que estaba pasando y le dijo a mi hermana de EEUU: ‘Ayúdala’. Ella me dio el dinero para venir».
La hermana que está aquí la recibió, estuvo con ella un tiempo y empezó una nueva vida. «Estaba triste porque dejaba a mis hijos, pero sabía que al venirme para acá ellos tendrían un mejor futuro. Ahora que soy madre, yo a mi madre no la juzgo. Yo también dejé a mis hijos al otro lado del mundo. Hace un año me traje a mi hijo mayor y él ha sido mi ayuda idónea».
Gracias a Bidez Bide, pudo homologar su Bachillerato y empezar algo nuevo. «Me siento orgullosa de mí, fuerte, porque en dos años he logrado muchas cosas. Soy la única chica en el curso de soldadura. Al principio me frustraba porque no podía, pero cuando me relajaba y volvía a la cabina, lo hacía muy bien. Ya me emocionaba porque hacía unos cordones estupendos [se ríe, y nos enseña un vídeo].

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