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Martín mártir

Con Enrique Martín no deja el banquillo uno de los nuestros, lo deja el mejor. Nadie ha dado más que él y recibido menos, desde aquel 1982 en que los socios le impidieron marcharse al Real Madrid hasta este 2016 en que ha sido destituido con una torpeza infinita, aunque razones no falten para el cese.

Enrique Martín Monreal, tras lograr el ascenso a Primera. (Iñigo URIZ / ARGAZKI PRESS)

Y es que las inmensas virtudes de Martín (corazón grande y cabeza dura) son también sus peores defectos. Esa capacidad de entusiasmo, que fue el germen de un ascenso inverosímil, ha derivado a veces en el fanatismo de ver como posible lo imposible. Y la tenacidad se convierte a menudo en testarudez. Es muy probable que el de Campanas no se condenara el sábado en el campo, sino en la sala de prensa, donde dejó claro que no pensaba cambiar y apareció resignado. Ahí Martín dejó de ser Martín y se lo puso fácil a una directiva que llevaba tiempo desconfiando de él.

Pero este solo es el último capitulo y el libro de Martín hay que leerlo entero. Es el militante eterno de una causa que le ha pagado siempre muy mal, pero a la que nunca dio la espalda. El imprescindible de Bertolt Brecht. El que a finales de los 70 lidió con la desconfianza de ser un pataflaca desgarbado criado en el Iruntxiki de Beriain, el puro extrarradio, pero acabó burlando a los mejores laterales de Primera y siendo internacional en Dublín. El que pudo irse al Real Madrid en 1982 por 80 millones de pesetas de la época, pero se quedó en Iruñea con la maleta ya hecha porque la asamblea de socios votó no. El que en 1987, en la liga del play-off, ya no aparecía en las alineaciones pero salvó al equipo con un 2-0 al Racing en vísperas ya de Sanfermines. El que cogió en Primera a un equipo a la deriva, condenado al inevitable descenso en 1993, y recibió la patada nada más bajar. El que volvió en 1997 para hacer el primer milagro, reflotando en cinco jornadas y con un equipo de chavales a un Osasuna que estaba a seis puntos de la salvación en Segunda. El que luego tuvo que curtirse en Leganés, Terrassa, Xerez… sin que en Iruñea se reparara en que siempre terminaba solventando la papeleta. El que solo contó para tareas internas en el largo ciclo en Primera de 2000 a 2014. El que, nombrado ya míster tras el descenso por Archanco, acabó dejando paso a la opción más populista de Jan Urban, y pese a ello volvió en las últimas seis jornadas para hacer otro milagro, el de Sabadell. El soñador del ático. El héroe de Girona. El crédito le ha durado cuatro meses, no más.

Hay quien pide ya un cargo honorífico para Martín, pero no hay mayor que la devoción de la hinchada. Lo que corresponde no son honores, sino seguir aprovechando ese tremendo capital, donde y como se puede. Osasuna no puede perder a Martín, y quizás Martín tampoco a Osasuna. Las cosas hay que hacerlas bien. Y el tándem Sabalza-Vasiljevic no ha podido ser más torpe en la despedida. Si no se fiaba del míster, ¿por qué no lo destituyó tras el achuchón del partido contra Las Palmas, cuando para todo el mundo hubiera estado plenamente justificado por razones médicas? Martín ya no estará en el banquillo, pero no se puede dilapidar el martinismo, resumido en aquel vibrante mensaje («mitin» le llamó) de la sala de prensa de Girona, que el osasunismo tendría que grabar en piedra.