Michel Ocelot en la Belle Époque
De cómo uno de los maestros de la animación francesa casi se estampó en la ejecución de su pirueta más arriesgada
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En la estupenda ‘Medianoche en París’, Woody Allen nos proponía un viaje temporal, pero sobre todo, nostálgico. Inmerso en su particular tour europeo, el maestro neoyorquino relfexionaba sobre la condena a sentirnos permanentemente desubicados. Owen Wilson, protagonista de aquella función, creía que no había nacido en la época adecuada. Estaba convencido de que a él le tocaban otros tiempos. Añoraba lo que no había vivido, sino leído, mirado y, en definitiva, experimentado a través del arte. A través de novelas, cuadros, esculturas y aquellas películas filmadas por los pioneros. Estaba enamorado de un pasado cuya herencia no percibía en un presente gris, insípido, y triste.
Y así se le iba la cabeza. Hacia esa ensoñación que al principio era refugio, pero que a la larga (y ahí estaba la moraleja) se podía convertir en el reflejo de una infelicidad que ninguna obra iba a ser capaz de disipar. En estas que el veterano Michel Ocelot, suerte de reencarnación afrancesada de otra pionera (Lotte Reiniger), se planta en Donostia con ánimos similares a los de aquel descontento soñador. En la sección Velódromo (otra vez) Zinemaldia tiene a punto de una las cintas de animación más esperadas de la temporada.
‘Dilili à Paris’, que así se titula la película, propone otro viaje que trasciende lo espacial para asentarse, muy jocosamente, en lo temporal. Ocelot, muy amigo de esa narración fabulesca que tan bien aguanta el paso de los siglos, hace retroceder el reloj de la humanidad y lo detiene en uno de sus momentos más –supuestamente– esplendorosos. Entre el final del siglo XIX y el principio del siglo XX, época en la que resulta que París era la capital del mundo entero. Lo era gracias a lo que hoy conocemos como el capital humano, es decir, a esa lista interminable de cantantes, médicos, pintores, científicos y compositores que dieron forma a los tiempos modernos. Era la Belle Époque.
Ahí mismo se dirige una intrépida niña proveniente de Nueva Caledonia. Su nombre es Dilili, y se muere de ganas por conocer las maravillas del mundo. Esa predisposición a la fascinanción (tan del gusto de Ocelot) es usada como fuente de energía principal de una aventura alimentada, al mismo tiempo, por un oscuro misterio. Al parecer, el esplendor de la ciudad francesa está ennegrecido por la crónica de sucesos. A saber: la desaparición de un ingente número de niñas. Se desconoce, en un principio, la naturaleza de dichos desvanecimientos, pero se sospecha, y mucho, de que todo esto responde a una serie de secuestros orquestados por una organización secreta, y muy sectaria. Obviamente, Dilili responde al reto con arrojo y sin miedo alguno.
El nuevo film de Monsieur Ocelot, claramente partido en dos mitades, desconcierta en el primer tramo y remonta en el segundo. Para empezar, la apuesta estética rompe con el mundo bidimensional en el que habitualmente se mueven sus propuestas. Los personajes dibujados no han cambiado, pero los escenarios en los que se mueven (que parecen renderizados por unas gafas de realidad virtual) exigen romper el esquematismo de derecha / izquierda para ser explorados. El choque de dimensiones es ambicioso, y por desgracia no está visualmente bien resuelto: la fluidez en los movimientos de Dilili y sus amigos choca de mala manera con un fondo mal congelado.
Es una reacción natural, casi alérgica: los ojos, antaño obnuvilados, desconfían del producto. Para mayor desgracia, el guion (firmado, cómo no, por el propio Ocelot) parece demasiado empeñado en lucir orgullo patrio. Así, la historia flirtea, en sus primeros compases, con el chauvinismo más cursilón. Suenan ecos de aquel Woody Allen... pero sin la conciencia de que el exceso de nostalgia nos acerca peligrosamente al ridículo. Cualquier tiempo pasado parece mejor, sí... excepto en "Dilili à Paris", donde no pasa de la –agotadora– reivindicación recolectora de nombres prestigiosos.
Este ensimismamiento nacional (prácticamente nacionalista) en el que tan a gusto se siente Ocelot, muy a punto está a punto de saturar al conjunto, pero cuando parece que la película se va a quedar sin argumentos (es decir, sin celebridades a las que resucitar), se acuerda de aquel misterio a resolver, y entonces, vuelve a deslumbrar. Como en las mejores aventuras de Kiriku; como en aquel imaginario fabulesco tan bien rescatado. Vuelve el espíritu de Reiniger; vuelve la inspiración. Al final, y casi cuando le dábamos por muerto, Ocelot se levanta y se agiganta en la pirueta temporal.
El regreso al pasado era, en realidad, una excusa para reflexionar sobre el presente. O si se prefiere, un pretexto para expulsar los miedos a que cambien los tiempos. Aquella secta encarnaba los males de una sociedad incapaz de entender que su riqueza está en la heterogeneidad. En como esta cualidad nos invita a romper anclajes, y a mirar hacia el futuro con esperanza. En tiempos de Frente Nacional, Ocelot contraataca con todo aquello que los fanatismos del clan Le Pen son incapaces de entender. «¡Hay que salvar a las niñas! ¡Hay que salvar a la civilización!» Lo dicen las mentes y sensibilidades de una época ciertamente añorable, pero que por lo visto, no hace falta reproducir.