El romanticismo errante
[Crítica: ‘Le cahier noir’]
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Breve ejercicio de inmersión: estás en el jardín de un suntuoso palacio. Ha estado lloviendo durante las últimas horas pero el cielo se ha destapado y el sol, por fin, ilumina este prodigioso espectáculo de naturaleza domesticada. Todo el espectro del arcoiris cristaliza en el fino rocío que baña todo tipo de plantas y flores. Los sentidos no dan abasto... y se desbordan, definitivamente, cuando entra en escena otro personaje. Esa persona que en realidad es el amor de tu vida. Es la primera vez que la ves y, por supuesto, no has podido ni intercambiar media palabra con ella. Pero da igual, crees en el destino y este te habla de un amor que os va a unir hasta que os muráis. Entonces ella te mira, y tú la miras, y te reafirmas en todas estas neuras.
Es maravilloso. Es el día más fantástico de tu vida. De hecho, no ha habido jornada más esplendorosa en toda la historia de la planeta. Es más, sientes que todas las conquistas, descubrimientos e inventos del género humano se han producido para que tú, nuevo centro del universo, estés en este jardín, con este ángel caído del cielo. Brilla el sol con fuerza... y regresan los nubarrones cuando ves que ella se va. Del éxtasis al drama en un abrir de cerrar de ojos. Dicho y leído así (con distancia) puede sonar intenso, incluso cursi, pero a ti no te importa, porque el corazón sigue latiendo con una fuerza sobrehumana: acabas de descubrir una energía que los demás descubrieron allá por 1770, pero tú consideras que el invento sigue funcionando.
Fin de la vivencia. Aparece otro personaje: una de las directoras más consagradas del panorama internacional, con casi una quincena de trabajos en su hoja de servicios. Valeria Sarmiento llega a Donostia después de haberse manifestado, por última vez, el año pasado, en en Festival de Cine de Locarno. Ahí se lució con uno de los hallazgos de arqueología fílmica más prodigiosos de la Historia. Así mismo y tal cual: una de las mejores películas de 2017 se rodó, en realidad, en 1990. Se titulaba "La telenovela errante", y estaba dirigida por Raúl Ruiz, su difunto marido, quien nos dejó sin haber podido terminar dicho proyecto. El «The End» no llegó hasta que Sarmiento no juntó todas las piezas, desperdigadas por todo el mundo. El resultado, repito, fue tan prodigioso como las labores de reconstrucción. Ahí quedó, para siempre, una comedia llegada desde el pasado, pero de humor y formas avanzadas a nuestros propios tiempos. El ayer invadió el hoy y nos hizo mirar al mañana.
Pues bien, la nueva película de esta directora siempre a caballo entre Chile y Portugal, pretende emular, aunque de otra manera, aquella ya legendaria pirueta temporal. "Le cahier noir" nos lleva al crepúsculo del siglo XVIII, para que asistamos al amanecer del amor romántico. Volvemos a aquel jardín; a aquel cielo radiante o encapotado, dependiendo de nuestro estado emocional. Sarmiento adereza la crónica histórica a pequeña escala con intrigas amorosas. Una criada pierde el oremus por su señor, y el niño que este tiene bajo su cuidado, suspira por el cariño de la primera. El enredo sirve como ventana –minúscula– a través de la cual poder observar un mundo que está experimentando cambios traumáticos. En Francia, por ejemplo, la rebelión está a punto de convertirse en Revolución.
La caída del antiguo régimen es plasmada con una paleta de colores saturados, en la que destacan los rojos y los marrones otoñales. Cromatismo pre-invernal que impregna la narración con un espíritu nostálgico. A la criada, al señor y al chaval, esto les va al dedillo. Ideas visuales con sentido espiritual; acertadas sobre el papel, pero desafortunadas en la pantalla. Ahí, asistimos incrédulos a más de hora y media de recreación histórica siempre al borde de la teatralización más ridícula. El pasado se apodera, una vez más, del presente. Volvió Valeria Sarmiento con esa tan añeja concepción de las producciones de prestigio. Con un cine mal envejecido, vaya. «Viejuno», dicen algunos. La narración se amodorra a base de fundidos a negro y el guion va avanzando a base deus ex machinas, a cada cual más patillero.
El Teatro Victoria Eugenia estalla en una carcajada que tiene mucho de catarsis colectiva. El fantasma de Raúl Ruiz sobrevuela el patio de butacas: si esto es una comedia, desde luego es una genialidad. Si no lo es (y todo apunta a que no), entonces tenemos un problema. Muchos, de hecho: las formas en el montaje, en la recitación de los actores y en el diseño de producción (además de en otros muchos aspectos) nos hablan de algo tan superado como el romanticismo. Bendita y maldita ironía. El producto es tan coherente con el objeto de estudio que se mimetiza con él, convirtiéndose así en algo igualmente desfasado, pedante y, por supuesto, cursi.