Miserias del drama bonito
[Crítica: 'Beautiful Boy']
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Tarde o temprano, tenía que suceder. Era cuestión de tiempo. En las primeras jornadas de competición, la 66ª edición de Zinemaldia había rendido a un gran nivel. Por encima, seguramente, de años anteriores. Las apuestas a priori más fuertes no decepcionaban (“El reino”) y las que llegaban tapadas a la cita (“Rojo”) se descubrían como algo más que una agradable sorpresa. Todo bien en Donostia, pues todo invitaba al optimismo; a ver más cine...
Hasta que este círculo virtuoso se rompió. El primer tropiezo en la carrera por la Concha de Oro lo protagonizó una producción estadounidense avalada, antes de entrar en la sala, por un elenco de actores y un director que invitaban al optimismo. Detrás de la cámara estaba Felix Van Groeningen, autor de, por ejemplo, aquel fenómeno titulado 'Alabama Monroe'; delante encontrábamos a Steve Carell (cada vez más consolidado como valor de prestigio) y Thimotée Chalamet (última gran moda de la factoria indie). Unía a estos factores, además, una historia que parecía tener todos los ingredientes para que este cineasta belga se luciera ante lo que podría considerarse como su primer reto mediático. Recopilemos.
El hombre empezó a insinuar sus aptitudes en 'The Misfortunates', apoteosis del anti-glamour europeo a medio camino entre la burla y la compasión. Pero le acabamos de localizar, como ya he dicho, con aquella película que en el momento de su presentación en sociedad se titulaba 'The Broken Circle Breakdown'. Se trataba de un drama romántico-familiar cuyos excesos quedaban tapados por la pureza de sus arrolladores impulsos musicales. Van Groeningen se descubrió así como un maestro del artificio cinematográfico. Lo suyo era auténtica potencia sin control. Lo que le iba era reivindicarse como modulador emocional con fobia a las medias tintas. Por supuesto, a lo largo del camino protagonizaba algún que otro patinazo sonado, pero se recuperaba rápidamente por la –genuina– rabia con la que se levantaba. Cual fuerza de la naturaleza: impredecible, indomable... en cierto modo, precioso.
Total, que era cuestión de tiempo, también, el que Hollywood llamara a su puerta. Y lo hizo. Y el hombre respondió... y por lo visto, se plegó a las exigencias de la gran industria. 'Beautiful Boy', que así se titula su primera aventura en Estados Unidos, muestra discretos atisbos de aquella energía, pero llegan todos rebajados hasta su mínima expresión. La furia domada. Lo feo intervenido quirúrgicamente para que sea bonito. Una estafa. Para muestra, una escena: la de un hombre que abre el diario personal de una persona atormentada, y que al hacerlo, descubre el horror... dibujado y escrito con un trazo y una caligrafía igualmente perfectas. Impecables.
Algo no cuadra, y en efecto, parece que todo esté mal. Que todo sea falso. Es oficial: Holden Caulfield se ha convertido en un chiste. Salinger se remueve en la tumba. Ya se sabe que los resultados artísticos no siempre se corresponden con la lógica aritmética. En el cine, por descontado, uno más uno no tienen por qué llegar a dos. Aplicado al caso: Van Groeningen más Carell más Chalamet, restan. Buena cuenta de ello da la película en cuestión, via crucis (en todos los sentidos) de un padre y un hijo por el ya de por sí tortuoso mundo de las drogas.
El segundo es un adicto. Al alcohol, a la marihuana, a la cocaína, a la metanfetamina... A todo. El primero se debate constantemente entre volcarse (o sacrificarse) a base de todo tipo de cuidados, o directamente arrojar la toalla. El único acierto de Van Groeningen, aparte de no desaprovechar el potencial actoral, lo encontramos muy al principio, cuando decide difuminar la continuidad temporal para escribir una historia que no se sabe en qué momento exacto empezó a torcerse... ni en qué momento va a poder arreglarse. A partir de ahí, cae en picado. El hombre se empeña en embelesar una historia que, por mucho que repita lo basadísima que está en hechos reales, no consigue disipar el tufo a fantasía pueril. Se nos vende oscuridad, pero la pantalla ciega con su luz. No porque venda un mensaje de esperanza (al contrario), sino por miedo a herir al espectador. Por pánico a no ser querida. Es el síndrome Oscar.
Es una producción tan descaradamente dirigida al corazón de los académicos, que se le ven todas las costuras. La abusiva explotación de recursos estéticos, sumada a la unidimensionalidad de un drama excesivamente machacón, son síntomas de una misma enfermedad: la de la adicción al cariño. El resultado es una fábrica –fallida– de lágrimas, cuyos últimos compases (rematados con unos títulos explicativos que lastran al producto con la carga de la denuncia social) nos acercan demasiado a la hoguera de la bajeza moral.