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Ensayo sobre la hilera (II)

Mea maxima culpa, por la gloria de Hirokazu Koreedam desde las colas de Zinemaldia

Victor Esquirol

Más malas vibraciones, más insultos, más codazos... más tensiones innecesarias. La vida de festival sigue haciendo cola, en espera (seguramente fútil) de que se imponga el amor propio y el respeto al prójimo. Los ánimos siguen sin calmarse, pero la ira debe redirigirse, o por lo menos, redistribuirse. Ayer arremetí contra la autoridad, contra una organización intolerablemente inoperante en lo que se refiere a facilitar la ya de por sí estresante práctica periodística, pero hoy toca mirar al espejo y agachar la cabeza. Ayer tocaba impregnarse de la indignación de cineastas como Spike Lee, quienes nos animan, película a película, a que luchemos contra el poder. A que levantemos el puño y nos neguemos a aceptar el aciago destino que este nos ha escrito.

Hoy, como he dicho, debemos parar, respirar y reflexionar profundamente sobre la gravedad e implicación de nuestros actos. Ayer, en pleno subidón furioso, llegó a mi atención una historia que me heló la sangre. Pocos instantes antes de que empezara la proyección de “Quién te cantará” en el Teatro Principal, los multi-cines Príncipe vivían un auténtico episodio de terror. Al parecer, una de sus salas estaba llena hasta los topes. Ya no cabía ni una alma más. Fuera, en la calle, había una cola (otra...) de gente con acreditación y sin invitación. El protocolo a seguir en estas ocasiones es esperar a que entren todas las personas con ticket. Cuando se ha terminado el flujo de gente, y si queden asientos libres, se deja entrar a esos acreditados que esperan en el exterior. Hasta agotar butacas, claro está.

El problema es que ya no quedaba ningún asiento por ocupar... pero sí gente con ticket por entrar. Las cuentas no cuadraban y la histeria, una vez más, se impuso. Más gritos, más amenazas, más empujones... hasta llegar a una avalancha humana que todo tumbó a su paso. Una vergüenza; un bochorno cuyos principales culpables somos, admitámoslo, nosotros. Seres egoístas y cegados por esa enfermedad consistente en aglomerar películas. Como si fueran oxígeno; como si fueran nuestro único sustento vital. Ante la perspectiva de perderse una proyección que ya teníamos cuello abajo, perdemos la compostura y nos transformamos en poco más que salvajes. En realidad, no llegamos ni a esto. Yo no estaba en los cines Príncipe, lo juro... pero temo que si así fuera, no habría ayudado a apaciguar la escena. Es así, y me horripilo por ello.

Pero basta. Un festival de cine no tiene que ser esto. Una celebración de la cultura no debe degenerar en barbarie. Urgen otros referentes en pantalla. Otros nombres que propongan nuevos acercamientos a las tensiones que pueblan las trincheras de esta atípica cotidianidad. Se hace el silencio... y por fin, vemos la luz.

La cuenta oficial de Zinemaldia en las redes sociales nos recuerda uno de los momentos más emocionantes de esta 66ª edición. José Luis Rebordinos y Thierry Frémaux suben al escenario del Victoria Eugenia para entregar el Premio Donostia a Hirokazu Koreeda. A Hirokazu Koreeda, por Dios. Maestro cineasta y, seguramente (a juzgar por sus películas), una de las mejores personas sobre la faz de la Tierra. El teatro, también a reventar, se levanta y ovaciona durante dos minutos a un hombre que se ve desbordado. Viene de ganar la Palma de Oro en Cannes, pero esto es diferente. Aquí está claro que se siente como en casa. La gente que tiene delante no es un público cualquiera, sino algo así como su familia.

Las lágrimas empiezan a brotar de los ojos del autor de ‘Nadie sabe’, ‘Still Walking’ o ‘Shoplfiters’, y no le salen las palabras. La emoción aumenta también en el espectador, creándose así un círculo virtuoso en que ambas partes retro-alimentan sus buenas intenciones. Las lágrimas de Koreeda, como era de esperar, tienen efectos sanadores casi milagrosos. Vemos este video y volvemos a creer, ipso facto, en la bondad humana. En que podemos aportar algo positivo al mundo.

Vuelvo a estar en aquella maldita cola de las ocho y media de la mañana, y como por arte de magia, se invierten las dinámicas. Al fondo de todo, un periodista empieza a sulfurarse porque sus cálculos de tiempo le impiden llegar a la primera sesión de la jornada. Ya estamos, vuelta a empezar... pero no, esto ya no se puede tolerar. Alguien que está unos quince turnos por delante de él, detecta la potencial fuente de conflicto, y toma cartas en el asunto. Con una sonrisa y con los brazos extendidos, se acerca a su amigo y le propone un cambio de posición. ‘Ten, cógelo’, le dice, acercándole su número, ‘Toma el mío, que me sobra el tiempo; que a ti te va la vida y a mí no’. Y lo dice entre risas. Porque entiende que esto no es el fin del mundo, porque Koreeda lo merece... y porque sabe, a lo mejor, que si exigimos decencia a este festival, antes que tenemos que predicar con el ejemplo.