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Magical Girls

[Crítica: 'Quién te cantará']

Victor Esquirol

Los rumores son los siguientes, y conviene darles el valor de todos esos datos que a lo mejor ayudan a reforzar nuestro relato, pero que permanecen ajenos al carácter sólido de la información con sello oficial. El caso es que hará cuatro años, Carlos Vermut pasó de promesa a talento consagrado. Esto es un hecho casi científico. De ‘Diamond Flash’ pasó a ‘Magical Girl’, y Zinemaldia se enamoró. Aquel mismo año, en la competición por la Concha de Oro, estaba ‘La isla mínima’, obra magna de Alberto Rodríguez, y aun así, pocas voces se levantaron en contra del anuncio del palmarés. Se había confirmado una estrella; el mundo le pertenecía... o no.

Ahí es cuando entra la rumorología: resulta que la nueva película de este director estaba ya lista para principios del año 2018. Las voces acreditadas de la esfera festivalera dicen y comentan que Vermut y su equipo tacharon la posibilidad de ir a Berlín porque iban a por el premio gordo. Confiaban en el trabajo hecho y tenían serias esperanzas en que Cannes, LE Festival, iba a abrirles sus puertas. Pero no. La Croisette pasó de largo... y unos meses después, también lo hizo el Lido de Venecia. Tocó conformarse, pues, con la casilla de partida. Esto es, el binomio Toronto + Donostia. Una vez más. Y ojo, que no es recompensa menor. Al contrario.

La cinefilia, mientras, se pregunta qué pudo pasar, y se contenta, de momento, con arremeter contra los Comités de Selección de películas de Cannes y Venecia. Contra su falta de olfato a la hora de captar el verdadero talento. Así están los ánimos. Pero ya que estamos teorizando, ahí va otra historia... basada, esta sí, en las sensaciones como espectador que despierta la película de marras. ¿Y si la cinta no estaba lista? ¿Y si parecía que sí... pero en realidad su autor seguía rumiándola? ¿Y si no la soltó hasta que opinó que, por fin, había alcanzado el punto óptimo de desarrollo? Al fin y al cabo, la historia de los festivales de cine está llena de ejemplos de títulos esperadísimos, y rehenes momentáneos de la voluntad perfeccionista de sus respectivos creadores. Francis Ford Coppola con ‘Apocalypse Now’, Terrence Malick con ‘El árbol de la vida’, Shane Carruth con ‘Upstream Color’... ¿Carlos Vermut con ‘Quién te cantará’?

Historias aparte, lo cierto es que esta 66ª edición de Zinemaldia se está caracterizando, en parte, por la máxima fiabilidad de los grandes nombres en la Sección Oficial. Rodrigo Sorogoyen y Peter Strickland elevaron el nivel medio de una Competición que parece que podía abastecerse “solo” (nótense las comillas) con estos nombres. Con ‘El reino’ e ‘In Fabric’ parecía que ya bastaba... pero no. Naishtat se sumó a la fiesta con ‘Rojo’, y aún faltaban peces gordos por llegar. Y los que aún faltan. Hoy aterrizó, al fin, uno de los más esperados. Carlos Vermut, hijo predilecto de Donostia, presentó ‘Quién te cantará’, su tercer largometraje; primero después de ‘Magical Girl’, brillante Concha de Oro en 2014.

Pero como si hubiera sido en el siglo pasado. La espera a los ídolos tiene esto, que el tiempo se deforma. Una olimpiada que pareció una eternidad; cuatro años en silencio concibiendo la historia de una cantante (Najwa Nimri) que planea su regreso a los escenarios después de un largo período en la sombra. La pantalla, ya se ve, estaba empeñada en dialogar con todo lo que sucedía a su alrededor... y en invitarnos a nosotros a digerir temas tan densos como la identidad, la creación o la maternidad. A Vermut le sobraba la ambición, y afortunadamente, también, la inspiración. No tuvimos que llegar al –prodigioso– final de la cinta para sospechar, de nuevo, que este es, seguramente, el autor más potente con el que ahora mismo cuenta la cinematografía española.

El hombre, ni corto ni miedoso, decidió ponerse a la altura del Ingmar Bergman de “Persona” (ni más ni menos)... y salió reforzado del reto. Casi nada. En una pequeña localidad gaditana, el director y guionista encerró a una acólita (asombrosa Eva Llorach) con la diosa a la que tanto adoraba. Dos mujeres mágicas, al cargo-de y cuidadas-por otras mujeres. Si se le aplicara el test de Bechdel sobre la brecha de género, la propuesta sacaría cum laude en feminidad: en dos horas de metraje, solo dos hombres ostentan el honor de un par de líneas de diálogo. El resto, es decir, todo, corre a cargo de un universo gloriosamente femenino.

Los rostros de la diva y de la fan, presentes en prácticamente cada plano, se fundieron por superposición en la sala de montaje, por elección en la posición de la cámara y por compenetración absoluta entre las actrices. Mientras una lloraba, la otra reía con el mismo tono y cadencia. Como en aquella maravillosa canción. Mientras la divinidad quería abandonar el Olimpo, la creyente la empujaba de nuevo hacia allí. Debía romperse (o al contrario, preservarse) un círculo que hacía tiempo que dejó de ser virtuoso... y se convirtió en vicioso. En un disco rayado cuyos singles fueron magistralmente interpretados. Carlos Vermut ponía la música, y las imágenes... y el alma en una obra a todas luces redonda. El travelling circular se reivindicó como único punto final posible, la imitación se elevó hasta la demiurgia artística y los lazos entre madres e hijas pesaron cual cadenas de galeotes.

Al final, no importó la espera. Porque esperamos nosotros y por lo visto, también esperó el autor. Todo tenía que encajar, y en todos los sentidos. El guion artístico y el técnico parecían escritos con regla, escuadra y compás. Con una precisión matemática secundada, para mayor gozo, con una calidez que convertía cada fotograma en puro y sentidísimo dolor. Esperamos, esperó y mereció la pena. La perfección efectivamente, requiere tiempo.