Retorno a la infancia en una muga que es presente
Los he encontrado en una estación de tren menor. Eran cinco, todos mirando con celo a quien pasaba cerca. En Hendaia no se veía a mucha gente en las horas previas al «toque de queda», perdón, al confinamiento que ha entrado en vigor a las 12.00 de hoy.
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Una chica se ha atrevido y me ha preguntado si hay tren. «¿A dónde vais?» le planteo. A un chaval joven se le escapa: «A París». La segunda mujer le da un codazo: «A Baiona», replica. «Allí está el centro Pausa para migrantes» dejo caer. La sonrisa indica que ha desaparecido el miedo. El tren les lleva a alguna parte, apenas unos minutos después.
Hasta ahora, la muga ha sido un gran obstáculo para ellos, y nosotros solo les veíamos pasar. Desde hoy todos somos un poco más migrantes, porque tampoco nosotros podemos andar libremente.
Nuestro país está sometido a un doble protocolo, porque por más que nos digan que no existen las fronteras para el maldito virus, los estados-nación se han encargado de poner barreras en los pasos del Bidasoa.
He releído unas líneas que escribí hace unos meses para el semanario “Mediabask”. Hablaba de ellos, y de mí. Ahora que las barreras nos han igualado, creo que cobran actualidad.
Mis recuerdos de infancia, decía en esa tribuna, me llevan a ese paisaje mestizo en que se mezclaba el griterío de la chavalería con la imagen imponente de los «check-point» en el puente de Irun-Santiago.
Me recuerdo a la entrada del puente, agarrando fuerte la mano a mi madre, Teresa, a la espera de mostrar los papeles y enseñar las bolsas a los policías de aduanas. Hablo de los años en que las idas y venidas de las mujeres que intentaban abastecerse de uno u otro lado para ahorrar, siempre para ahorrar, marcaban el pulso de la muga.
Pasado el mal trago, quedaba subir la cuesta, en la calle de la estación, y alcanzar Casa Esperanza. Hoy solo un viejo letrero recuerda que allí hubo una tienda que tenía las galletas, los yogures, la mantequilla, el café torrefacto, el aceite vegetal.. que anhelaban los compradores que llegábamos en peregrinación desde Irun.
Bolsas semirepletas y pago en caja con francos cambiados a mejor precio en la calle –si nos salía bien el «business»- que en el banco.
Los fronterizos, de ayer y hoy
Sabíamos de memoria donde estaba cada producto, porque no era cosa de perder tiempo. Mi madre me advertía de que había que volver a pasar la muga antes de que el puente se llenara de aquellos hombres que hablaban muy alto: eran los fronterizos, migrantes llegados de provincias españolas que regresaban tras una jornada de trabajo «en Francia».
Hay cosas que no cambian tanto. Hoy me han saludado unos trabajadores de una obra cercana de Behobia: mezcla de acentos, y de idiomas, y de razas, pero todos a pie de tajo. Soy afortunada: después de este rastreo por los contornos de la muga, me refugiaré en el teletrabajo. Ellos seguirán poniendo sonido de fresadora y mazo a una ciudad que se sume poco a poco en el silencio. Hasta que les dejen; la empresa o la enfermedad.
Cuando regresaba con mi madre por esas mismas calles, íbamos con miedo, miedo a que se nos echara la hora encima, miedo a no elegir la cola buena para pasar los controles, miedo a que nos incautaran los policías algunos de los productos que habíamos comprado.
Recuerdo la mirada dolorida de mi padre, Joxe, un exiliado interior, migrante navarro asentado en Irun, que nada más llegar compró una parcela, en uno de los islotes de Santiago Aurrea, y que mientras cultivaba la tierra asistía a la travesía imposible. «Otro portugués se ha ahogado», relataba de vuelta a casa. Entonces, para nosotros, todos los que llegaban para seguir camino al norte eran portugueses. Ahora les llaman subsaharianos.
Una pequeña referencia personal para dejar sentado que el exilio tiene mil rostros y motivos pero que constituye una experiencia sin fin para nosotros, la gente de la muga.
Otro paisaje, una vieja división
Ya sé que las pistas ciclistas y las pasarelas de madera pagadas con fondos de la UE han ocultado los caminos de los contrabandistas, y que el look de las zapatillas y el chandal nos ha hecho olvidar el color de los uniformes de aquellos aduaneros recluidos en cabinas que decidían sobre nuestro derecho a circular por el país.
Hoy el Covid-19, y en agosto pasado el G7, nos han devuelto al paisaje de los uniformes y del «usted no puede pasar». Y, aquí estamos, Karinne, una jubilada hendaiarra que se da la vuelta con la bolsa vacía, hastiada desde el primer día de confinamiento, y en alerta porque «otra vez van a aprovechar para que no podamos movernos tranquilos entre ciudades vecinas», y Dani, un chaval en la veintena, vestido en pantalón de chandal caído y con los cascos puestos, que se declara en shock porque «no me dejan ir a comprar tabaco».
Como ellos, yo, con los recuerdos pegados a la piel, me doy la vuelta en el puente que ya no une sino que separa y me vuelvo a casa.
Y me pregunto si los miembros de la pequeña tropa que encontré en la estación habrán llegado a su primer destino. Si estarán seguros en el centro de acogida, o en casa de algún conocido.
No está el día para más pensamientos oscuros, pero temo que en nombre de esta «guerra sanitaria» alguien decida que su lugar está en un centro de retención.