Iker BIZKARGUENAGA

Inteligencia artificial

La inteligencia artificial hace tiempo que abandonó el rango de hipótesis y se asentó como una realidad insoslayable, acompañada de esperanzas y temores. Muchos de ellos se centran en el mercado laboral.

Emmanuel Macron anunció en marzo una inversión de 1.500 millones de euros en el campo de la inteligencia artificial (IA) hasta 2022. Con ello busca avanzar en un ámbito que, sostuvo, va a propiciar una revolución económica, social, ética y política, no en un futuro indeterminado, sino ya mismo.

El proyecto, presentado con pompa y boato en el Collège de France, pretende crear un «ecosistema» adecuado para el desarrollo de la IA, y tiene como soporte teórico el trabajo realizado por el matemático Cédric Villani. Tras entrevistarse con trescientos académicos y profesionales, el también diputado de La République En Marche! ha diseñado la hoja de ruta para acercar al Estado francés a potencias como EEUU y China. Un objetivo para cuya consecución propone facilitar el acceso y circulación de todo tipo de datos, triplicar en dos años el número de estudiantes en la materia y, sobre todo, mejorar las condiciones de contratación de estos estudiantes, para que sus principales talentos no emigren, como sí ha ocurrido hasta ahora.

El plan ha suscitado valoraciones para todos los gustos; hay quien felicita a Macron por su audacia, y no faltan quienes le reprochan que la cuantía, modesta en comparación con otros apartados presupuestarios, no se corresponde con el peso de sus palabras. Pero para lo que sí ha servido, sin duda, es para situar el foco en un tema controvertido y que genera muchas preguntas, dudas y algunos temores: la inteligencia artificial.

Consecuencias en el mercado laboral

Uno de los principales recelos, si no el principal, tiene que ver con el efecto que la IA va a tener en el mercado laboral y la posibilidad de que millones de personas se vean desplazadas de sus puestos de trabajo, con el subsiguiente incremento de la desigualdad y el afianzamiento de una élite compuesta por los dueños de los factores de producción y por trabajadores muy cualificados, en detrimento de aquellos que se queden atrás. Aunque aquí hay colores para todos los gustos y teorías que van de un extremo al otro.

Sobre este asunto, Humberto Bustince, catedrático del Departamento de Automática y Computación en la UPNA, explicaba en diciembre en Radio Euskadi que el objetivo de la industria 4.0 (que introduce el concepto de smart factories o fábricas inteligentes) es reducir en un gran porcentaje la mano de obra de personas que hacen trabajo mecánico. «Sí que nos va a afectar, muchísimo –auguraba–, va a haber un cambio absoluto en la forma de producir». De hecho, recordaba que la automatización «ya está aquí», y avanzaba que «el 50% de los empleos conocidos ahora se van a automatizar en veinte años». «Va a cambiar radicalmente la forma de concebir el trabajo, sobre todo los trabajos mecánicos y de cadena», y junto a ellos, «aquellos asociados al tratamiento de la teoría de la información y de los datos».

El catedrático navarro apuntaba que ese proceso «conlleva una ventaja para el sistema económico, pues se produce mucho más de una forma más fiable, porque una máquina nunca se cansa», pero constituye asimismo un reto para “la otra parte”. ¿Qué pasará con todos esos puestos de trabajo? «Habrá cambios, sin duda –admitía–, pero eso no quiere decir que vayamos a ir al paro. Probablemente pasaremos por una etapa de transición con trabajos muy precarios, pero terminaremos adaptándonos a las nuevas formas. Aunque hay que estar preparados». En este sentido, sostenía que en Hego Euskal Herria «sí nos estamos preparando; se está invirtiendo mucho en todos estos temas».

Una de las personas que más ha teorizado sobre este asunto es Martin Ford, creador de una empresa de desarrollo de software y autor del bestseller “Rise of the Robots: Technology and the Treat of Jobless Future”, donde augura que con el desarrollo de las máquinas inteligentes y los robots, «los trabajos blue collar y white collar se evaporarán, ajustando todavía más a las familias de clase trabajadora y de clase media», de modo que «el resultado bien puede ser un desempleo masivo y una mayor desigualdad, al mismo tiempo que una implosión en la propia economía de consumo».

En el otro lado de la balanza, hay quien sostiene que, al menos a corto plazo, la inteligencia artificial va a generar más puestos de los que pueda destruir. La consultora Garner auguró en noviembre que en los próximos dos años se perderán 1,8 millones de puestos de trabajo por esta causa, pero se crearán 2,3 millones de nuevos empleos, dejando un saldo positivo de medio millón.

Con todo, también asumía que las empresas tendrán dificultades para encontrar trabajadores cualificados para gestionar esa tecnología, y su vicepresidente, Alexander Linden, avisaba de que la industria manufacturera va a ser la más perjudicada. «Toda actividad rutinaria o monótona es susceptible de ser gestionada por procesos digitales, cuanto más repetición, más opciones hay de que ocurra», advertía, para añadir que en otros ámbitos, como la enseñanza, el impacto de la IA «será impresionante».

Y ya en la gama de los grises, muchos expertos opinan que todo dependerá del modo en que cada país, colectivo o persona se prepare para lo que viene, centrando la clave en la educación y la formación continua de los trabajadores. Quien no haga los deberes en esta materia, lo pasará mal, y viceversa.

Con opiniones para todos los gustos, en aquella tertulia radiofónica Bustince decía ser optimista. «No creo –exponía el profesor– que haya que verlo como algo negativo. Vamos a tener una productividad muy alta y tenemos que usarla en nuestro beneficio».

Política fiscal y Renta Universal

Pero, ¿cómo utilizar en beneficio de toda la sociedad la plusvalía generada por unas máquinas que tendrán propietarios con nombre y apellidos? Cada vez son más las voces que abogan por afrontar ese reto desde el ámbito fiscal, vía incremento del IRPF o incluso fijando un impuesto para los robots. Entre quienes apuestan por esto último destaca Bill Gates, quien ha manifestado repetidamente que «no se puede renunciar» al impuesto sobre la renta producida por este tipo de maquinaria, y que se debería gravar a las empresas que hagan un uso extensivo de ella. A su juicio, así podría financiarse el exceso de cupo que se genere en las fábricas y emplear a esas personas en otro tipo de tareas que reviertan en favor de la comunidad.

Hace unos meses, el Parlamento Europeo aprobó una resolución en la que se instaba a la Comisión Europea a desarrollar una normativa en este ámbito. Sin embargo, el texto era mucho más light que el borrador que fue sometido a debate, que recomendaba fijar requisitos para que las compañías paguen impuestos por sus “trabajadores” robóticos y que estos coticen a la Seguridad Social. De esta forma, el erario no estaría sometido a una pérdida de recaudación tan grande. Sin embargo, la propuesta no prosperó por el rechazo del Partido Popular Europeo y el grupo liberal ALDE, una actitud que la industria del sector celebró sin disimulo: la Federación Internacional de Robótica declaró que crear un impuesto así tendría «un impacto muy negativo en la competitividad y el empleo». En parecidos términos, el pasado 18 de abril, el presidente del Instituto Cuatrecasas declaró que «una hiperregulación puede ser un peligro para la capacidad de desarrollo de la tecnología».

El debate permanece abierto. Y ligado a él, ha recobrado fuerza la controversia en torno a la Renta Universal, que también se mencionaba en el borrador remitido a la Eurocámara. En este campo concreto, en Finlandia han empezado a hacer una prueba, de momento con un número limitado de ciudadanos, y lo mismo se está planteando en Ontario (Canadá) y en algunas urbes holandesas.

Asimismo, una persona tan influyente en el sector como Elon Musk, fundador de PayPal y principal directivo de firmas como Tesla, SolarCity y SpaceX, se ha posicionado públicamente por el establecimiento de este tipo de renta. También lo han hecho el citado Bill Gates, Mark Zuckerberg, (Facebook), Pierre Omidyar (eBay), que está desarrollando su propio programa en Kenia, y Jim Pugh (ShareProgress). Todos ellos, multimillonarios. ¿Es cuestión de filantropía? ¿De conciencia? De todo habrá, pero también hay preocupación. ¿A qué? A un estallido social.

En EEUU una de cada siete personas vive por debajo del umbral de la pobreza, según datos oficiales de la Oficina del Censo. Otros muchos hacen equilibrios para no caer en ese pozo y la clase media, pilar del sistema, se resquebraja. Mientras tanto, el 0,1% de la población controla el 25% de la riqueza, números que no se alcanzaban desde principios del siglo pasado. En una entrevista concedida a GARA en 2009, Michael Hudson, analista financiero, se refería a este fenómeno como «cleptocracia». La gentrificación también es un problema, con incrementos del valor de la vivienda de hasta el 400% en dos décadas, y el éxodo de familias a barrios periurbanos pobres es una constante.

Con este panorama, la perspectiva de que millones de personas puedan ser expulsadas del mercado laboral ha acrecentado el temor a un conflicto. «En otros momentos de la historia de EEUU hemos observado el alza de un capitalismo progresista que apoyaba el crecimiento de un movimiento sindical revitalizado, en parte porque algunos capitalistas razonaban que reduciría las posibilidades de que los trabajadores adoptaran el socialismo», razonaba el director del Centro sobre la Pobreza y la Desigualdad de la Universidad de Stanford, David Grusky, en technologyreview, web ligada al MIT (Massachusetts Institute of Technology), donde añadía que «este es otro momento de la historia en el cual podrían surgir algunas ansiedades difusas acerca de la agitación social a largo plazo». Algo de eso sí hay, por tanto.

La función social del trabajo

Los detractores de la Renta Universal alegan su alto coste económico y la desincentivación que acarrearía respecto a la búsqueda de empleo. Argumentos a los que desde la banda contraria se replica señalando que el coste podría sufragarse gravando la plusvalía originada por la mayor productividad o simplemente obligando a las empresas a tributar de verdad por sus beneficios, algo que no ocurre ahora; y que el riesgo de desincentivación no es tal, pues entre la opción de permanecer mano sobre mano con un salario de subsistencia o trabajar por un sueldo digno, la gran mayoría optaría por esto último. Quienes defienden la Renta Universal exponen que sería una garantía frente a la ansiedad de tener que buscarse la vida, y permitiría a sus perceptores formarse para regresar de nuevo al mercado y buscar mejores empleos. «Ahora mismo esas oportunidades son más accesibles para los ricos; una renta básica podría permitir a los desaventajados optar a ellas», señalaba Grusky.

En este debate, también se cita el impacto social y cultural que podría tener expulsar a tanta gente de sus trabajos. Luther Jackson, director de Programas Nova, una entidad sin ánimo de lucro, destaca que la pérdida de trabajo significa mucho más que la pérdida del sueldo, ya que «puede perjudicar profundamente el nivel de autoestima». Y señala que los encuentros entre personas que buscan trabajo «pueden parecerse a una reunión de avivamiento religioso. La gente busca entender quién es y qué papel juega». En este sentido, la Renta Universal tendría un papel paliativo, de cubrir las necesidades básicas de toda esa gente, pero habría que insistir en su reingreso al mercado laboral.

La que se libra es una batalla tan ideológica como técnica, igual de política que económica, y de su desenlace dependerá el futuro de millones de personas y el modo en que se va a conformar la sociedad durante décadas.

Mientras tanto, sólo cabe prepararse, anticiparse y confiar en esa capacidad que ha permitido al ser humano llegar hasta donde ha llegado: la resiliencia. Un don que es natural, innato e insustituible.