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Un paraíso de la cultura encumbra larrun

En la cumbre del monte Larrun, aguantando el envite del turismo, se encuentra Larungo Kaiola, una venta de más de seis décadas de antigüedad que desde hace un año alberga el espacio cultural llamado Kabia.

La venta Larungo Kaiola (Bob EDME/FOKU)
La venta Larungo Kaiola (Bob EDME/FOKU)

Cuenta Itziar Elías que la noche anterior, cuando ya los turistas habían despoblado la cima de Larrun, el cielo se veía tan limpio que pudo divisar dos estrellas fugaces desde la terraza de Larungo Kaiola, posada y espacio cultural –que toma el nombre de Kabia– que regenta junto con los hermanos Dani y Maddi Irazoki.

Fugaces las estrellas, tanto como las visitas de los turistas, la mayoría francoparlantes, que traídos en masa en el tren que sube desde el puerto de Saint Ignace, entre las localidades de Sara y Azkaine, apuran la escasa hora y media que tienen para estar en la cumbre; sacan fotos y pasean y con suerte les da tiempo a comer algo en las ventas de arriba, antes de que el tren, Larungo tren ttipia, les devuelva obligadamente a Saint Ignace, donde venden souvenirs y folclorismos de todo tipo: desde imanes de toros hasta pastel vasco.

La alternativa sería subir caminando, que no son pocos los aventurados que llegan sin poder disimular el estupor y la cara de «no pensé que fuera para tanto» y se dejan caer en las laderas donde se unen Nafarroa y Lapurdi.

Pero la del tren es la opción más cotizada entre los turistas. Es el único tren de cremallera de Euskal Herria y se creó en 1924. Aún mantiene los vagones de aquella época, hechos de madera clara, y se deja oír cómo va mordiendo la cremallera para subir hasta la cumbre. Ahora la mayoría de los trabajadores y trabajadoras de las ventas de Larrun suben en coche, pero antes, cuando los abuelos de los hermanos Dani y Maddi Irazoki regentaban el Kaiola, subían a pie o a lomos de un burro, aprovechando cada viaje para cargar los enseres necesarios para las tabernas.

Las primeras ventas de Larrun, el Kaiola una de ellas, son de los años 50. Entonces, una cuerda a polea que subía desde las faldas de la montaña hasta la cumbre se encargaba de transportar el material para abastecer las ventas.

Haz

El propósito del tren de Larrun ha sido, desde un principio, llevar a turistas. Y lo hace sin descanso. No fue exagerada la recomendación de una de las trabajadoras del tren antes de partir hacia Saint Ignace: «Lleguen al puerto 40 minutos antes, porque estará complicado para aparcar». Efectivamente. Varias hileras de coches y una horda de turistas ansiosos por montar en el ferrocarril rodean la estación. Encontrar un sitio en alguna de las terrazas de los restaurantes locales no es tarea fácil.

Los pasajes están a 19 euros y limitan a la visitante a estar una hora y veinte minutos en la cumbre, pues el ticket de tren tiene una hora asignada para la vuelta: dos horas desde la subida, contando el tiempo de ida y vuelta en el tren. Suele ser así los meses de julio y agosto.

Pero lo cierto es, aun con el resquemor causado por aglomeración de gente, que una vez en el tren la subida es impresionante. A 9km/h y con 35 minutos de trayecto, sobra tiempo para contemplar los helechos que pueblan los dos costados de las vías, los bosques de roble –antaño, cobijo de los contrabandistas–, las rapaces que sobrevuelan el techo de madera del ferrocarril, las pottokas salvajes que pastan indiferentes y las montañas que van apareciendo a medida que sube el tren. Al norte, empieza a verse Donibane Lohizune y se ensancha el paisaje para mostrar toda la costa labortana, hasta las Landas. El tren se detiene para dejar paso a otros dos que bajan de la cumbre, justo en mitad de un pequeño desfiladero. Ya se ven las antenas de Larrun. Mientras tanto, la gente señala, grita y (se) saca fotos.

Desde la cumbre, a 905 metros de altura, se repite la dicotomía. Por un lado, una panorámica que con el cielo despejado asombra hasta al más experimentado montañero o montañera; con las peñas de Aia, los Pirineos, los pueblos navarros, a la vista. Por otro, la cumbre plagada de gente, un espacio natural, el ala occidental de los Pirineos, invadido por turistas. El haz y el envés de un mismo espacio.

Sevillanas y tacones

Justo enfrente de la estación de tren está Larungo Kaiola. La levantaron los abuelos de Maddi y Dani Irazoki y su función era la de una venta normal, restaurante y venta de souvenirs. «Aquí antes se vendían figuritas de sevillanas», comenta riendo Itziar Elias, pareja de Dani Irazoki. Ahora, Kaiola es venta, y además, guarda un sitio para la cultura, el espacio Kabia. Cada cierto tiempo inauguran una exposición de arte en esta sala.

«Hay gente que viene en tacones, que vale, has venido en tren, pero estás en el monte», manifiesta Elias mientras trabaja en la cocina con Maddi. En el bar, no les falta trabajo en agosto. El día que se hizo esta entrevista (9 de agosto) se vendieron todos los tickets del tren, y el anterior, el día de las estrellas fugaces, subieron más de cuatro mil personas.

Y entre esas cuatro mil, «hay de todo», dice Elias. Relata que hay turistas que se interesan por el proyecto, se acercan a la exposición y respetan el entorno. También los hay de otro tipo, de los que no suelen cuidar el espacio. «Hacen cairns –piedras apiladas en forma de pirámide–, suelen poner su firma con piedras, la ladera de enfrente está llena de ellas. Esto antes no se hacía, es una moda de ahora. Pero a veces lo hacen hasta romper la roca. Y eso es malísimo para los insectos y el entorno», explica.

Maddi Irazoki asiente. Ella opina que los responsables del tren tendrían que explicar a los turistas que vienen a «un lugar especial».

«El tren sube a turistas, pero no advierte de que no hay que mover las piedras, no hay que tocar a los caballos, que son salvajes, esta es su casa, y no ponen ni baños», critica Elias. Se quejan de que el tren, una vez que transporta a los turistas, no ofrece ningún servicio, y son las tres ventas de la cumbre las que se tienen que hacer cargo.

A pesar de ello, destacan: «El turismo es de por sí invasivo, pero sí que tienen respeto».

Otro de los grandes problemas de Larrun es el agua. Al ser la cumbre más alta de alrededor, hay que subirla en bombas. «En Francia hay una ley que dice que si te piden agua la tienes que dar, y aquí la gente te pide una jarra. Cuando les dices que no, que aquí no es posible, a veces se enfadan», cuenta Elias. «Esto parece un parque de atracciones que no tiene ni los servicios básicos cubiertos», protesta.

Aunque podría ser peor. Irazoki y Elias recuerdan el proyecto de instalar una pasarela de cristal y hasta nichos para pasar la noche en la cumbre de Larrun que, «gracias a la gente», afirma Elias, quedó suspendido. El colectivo que impulsó mayormente las protestas fue “Larrun Ez Hunki”.

Envés

Itziar Elias y Maddi y Dani Irazoki se hicieron cargo de la venta el año pasado y la abrieron el 22 de julio. Tuvieron que remodelar toda la casa, que tiene ya 60 años de antigüedad, porque su «ilusión» era convertirla, sin dejar de lado el bar, en un espacio cultural. Y es que las tres se dedican al mundo de las artes: Itziar es actriz de teatro, Maddi pintora y Dani músico –toca en la banda Satelitik–, y tienen en común la obra de teatro Bizimiñak, que trata sobre las heridas abiertas del conflicto armado y la necesidad de hablarlas.

Adelantan que tienen la intención de presentar la obra en el espacio Kabia, pero es complicado, ya que muchos y muchas de las que acuden a la venta no saben euskara. «Además, habría que cerrar las puertas, la gente no podría entrar y salir», recalca Dani Irazoki. Por eso, por ahora han apostado por la música –que, como apunta Dani, «es un lenguaje universal»– y las artes visuales.

La sala Kabia expone desde el 19 de julio cuadros del artista zumaiarra Txiki Agirre, Keixeta, y en la inauguración, toco Miren Narbaiza, Mice. Por este espacio han pasado el fotógrafo Asier Gogortza, los músicos Jurgi Ekiza, Petti y Oscar Goikoetxea, y una exposición fotográfica sobre la historia de las ventas de la cumbre de Larrun.

La siguiente cita será el 21 de setiembre, esta vez, con una exposición de casa. Maddi Irazoki presentará sus pinturas, y es que, en la obra Bizimiñak, además de actuar, improvisa un cuadro cada vez, y serán esas obras las que ocupen las paredes del espacio Kabia. De la banda sonora de ese día se encargará Lumi, dúo musical formado por Nahia Zubeldia y Manu Matthys.

El objetivo de Itziar, Maddi y Dani es convertir el Kaiola en un punto de encuentro para los artistas de Iparralde y Hegoalde. «La distancia es muy grande aún. Tan cerca y casi no nos conocemos», lamenta Elias. A pesar de ello, están consiguiendo que la venta sea «una comunidad donde conocernos, una línea que, en vez de desunir, une los dos lados»: «Aquí vienen aficionados y aficionadas de la cultura tanto de Hegoalde como de Iparralde, de los pueblos cercanos, y turistas improvisados. Para nosotros también es una manera de aprender quién está al otro lado». Así, quieren que esta casa sea «una ventana de la cultura» y que emerjan de ella «ríos de cultura». «Queremos que lo que se haga aquí llegue a los pueblos de alrededor», destaca.

Huelga decir que no fue tarea fácil emprender el proyecto. La restauración de la casa la hicieron reutilizando todo lo que podían de lo que dejaron los abuelos de Dani y Maddi. Bajando un piso desde el bar, tienen varias habitaciones y un salón. Una mesa que a saber cuántos años tendrá, un cabestro de cama hecho con la antigua puerta del baño y un ventanal por donde asoman los Pirineos.

Quieren hacer lo mismo con el último piso, el de más abajo, pero aún tienen que vaciar todos los trastos viejos que se han ido acumulando con los años. «Aquí bajar la basura te puede costar 500 euros, porque según qué quieras bajar, tienes que contratar un camión especial», cuenta Elias.

Su intención es remodelar la casa respetando la «bioconstrucción» e intentando «hacer el más mínimo daño posible a la tierra».

Dani Irazoki cuenta que muchos les dicen que lo que están haciendo «es una locura», por todo el trabajo que supone. Pero, «¿por qué no?», salta Dani. «Tengo mis raíces aquí, es la casa que construyó mi abuelo y siempre estaré ligado a ella», dice. Eso sí, confiesa que si tuviera que trabajar todo el año en el bar, no lo haría. En la venta trabajan seis meses y durante ese tiempo Larrun se convierte en su casa. «Cuando todo el mundo baja lo que queda no es el silencio, es algo más», dice Dani. Elias añade: «Nosotros y las ovejas. Nada más». Ese es el privilegio que les corresponde después de una dura jornada de trabajo.

Espacio de creación

Larungo Kaiola se presenta como un paraíso de la cultura donde nadie imaginaríaque se pudiera erigir un espacio así en la boca del lobo del turismo. Y quieren ir más allá. Además de las exposiciones y los conciertos, quieren hacer de su casa un espacio para la creación, donde los y las artistas puedan permanecer allí unos días, con la única pretensión de crear arte y explotar al máximo su creatividad. Para ello quieren utilizar los dos pisos de abajo.

«En invierno cerraremos el bar, pero daremos los primeros pasos con este proyecto», dice Elias. Afirman que Larrun «es un sitio especial» donde pueden germinar toda clase de proyectos y creaciones culturales.

Larungo kapela

La niebla puebla toda la cumbre. «Larungo kapela», apunta Dani. Desaparecen Nafarroa, las costas gipuzcoana y labortana y los Pirineos. No se ve la muga que separa Lapurdi de Nafarroa y viceversa. Desde la terraza del Kaiola, la vista no alcanza a ver el obelisco que se levantó en 1850 para conmemorar la ascensión de la Emperatriz Eugenia de Montijo a la cima. Sopla el viento y sopla el tren, avisando de que ya baja.

Atraviesa la niebla el ferrocarril, Larungo tren ttipia, se escuchan voces en francés, otras en catalán y alguna en euskara. Van bajando todos los turistas y poco a poco va vaciándose la cima. Arriba, al anochecer, solo se quedarán Itziar, Dani y Maddi. Y las ovejas.