Víctor Esquirol

Todos saben

[Crítica: ‘Rocks’]

Victor Esquirol
Victor Esquirol

En un rincón olvidado del East London, se erige un tropel de edificios residenciales, indistinguibles los unos de los otros. Es como si al planificador urbanístico a cargo de dicha zona, se le hubiera ocurrido aplicar ese principio salvador en todo procesador de textos: el de «copiar y pegar». Al este, al oeste, al norte y al sur vemos el mismo panorama: torres y más torres construidas sin el menor atisbo de sentido estético, y con el único propósito funcional de albergar a cuantas más familias mejor.

Es el micro-cosmos de las «fish tanks»; de esas peceras gigantescas que, por cierto, dieron título a una de las películas más remarcables dentro de la notable filmografía de Andrea Arnold. En 2009, recordemos, muchos descubrimos a esta directora británica, a quien se le ocurrió la osadía de contradecir los postulados del cine social en el que decía moverse, terreno dominado por autores como Ken Loach, siempre tan obsesionados en mostrarnos cómo el peso del sistema aplasta a un individuo que poco o nada tiene que decir en el mundo donde le ha tocado malvivir.

Pues bien, entre estas dos pulsiones (o sea, entre la juventud del objeto de estudio y la vejez normalmente asociada al método «científico» para abordarlo) se mueve Sarah Gavron en ‘Rocks’. Esta realizadora venía de dirigir ‘Sufragistas’, una producción de prestigio en forma de drama político-feminista, legitimada esta por el carácter «necesario» de la temática principal tratada (a saber, la dura y penosa lucha para conquistar el voto para las mujeres en Gran Bretaña). Ahora, en cambio, propone una película alimentada por ambiciones más autorales.

En la captación de la luz, en el tratamiento granulado de la imagen, en los movimientos de cámara, en la manera de trabajar con sus jóvenes actrices... se perciben en ‘Rocks’ varios gestos que pretenden alejar al conjunto de la homogeneidad a la que nos tiene acostumbrados la producción cinematográfica más industrial. Este es un drama personal condicionado por lo grupal y, como tal, inevitablemente, se mueve por escenarios y activa situaciones que ya han sido visitados y experimentadas en infinidad de films precedentes.

Pero al mismo tiempo, también va en busca de este factor diferencial que le otorgue ese intangible tan perseguido por la mayoría de artistas. Esto es, personalidad. ‘Rocks’ la encuentra, esto sí, tras haberla perseguido infructuosamente durante buena parte de su recorrido. La historia se activa cuando descubrimos que en un piso muy ordinario de la Londres de extrarradio se ha producido un hecho extraordinario. Una familia compuesta por una madre, una hija adolescente y un hijo aún más joven, acaba de sufrir una convulsión terrible.

Resulta que la primera integrante ha desaparecido sin previo aviso. No se podía ver venir, y claro, los que se han quedado atrás, tendrán que aprender, a marchas forzadas, el siempre precario arte de la supervivencia urbana. Se trata pues de un punto de partida similar al de ‘Nadie sabe’, una de las obras capitales de Hirokazu Koreeda. Pero si en aquella ocasión el maestro japonés aprovechó dichas circunstancias para lucir sus dotes de contención clásica, ahora Gavron se contagia del ritmo marcado por el cine moderno.

A través de un montaje inquieto y de una cámara muy dinámica (pero nunca mareante), ‘Rocks’ parece tener siempre en mente la referencia de, por poner solo dos ejemplos, los hermanos Safdie o el Jonas Carpignano de ‘A Ciambra’; de esos maestros de la fuga, o si se prefiere, de esas huidas hacia adelante que son pura angustia existencial. Lo que pasa es que aquí no se palpa aquel nervio eléctrico, sino más bien el miedo de quien se siente sobrepasado por un entorno hostil al que no acaba de entender. A este efecto, es especialmente reveladora la insustancialidad de la mayoría de diálogos, casi siempre incapaces de aportar interés humano al asunto.

Con todo, ‘Rocks’ luce como una película llevada sin especial brillo... pero afortunadamente muy bien rematada. Sarah Gavron consigue invertir la dinámica en un último tercer acto luminoso; emocionante en su nítida y sincera defensa de los valores de un colectivo bien conjuntado. Las pinceladas de una sociedad marcada, a nivel superficial, por el poli-cromatismo de la mezcla racial (algo presente, de forma más o menos anecdótica, durante todo el relato), son finalmente utilizadas por la directora para concretar un esperanzador dibujo dedicado a la amistad y a la solidaridad, tablas de salvación para un individuo que a solas, no tiene ninguna posibilidad.