NAIZ (Argazkiak: T. KARUMBA/AFP)

El improvisado guardián de joyas arqueológicas

Dabale es el guardián del arte rupestre preservado en el enclave arqueológico de Abourma. El es quien mima y protege las antiguas representaciones grabadas en roca volcánica en la inhóspita Tadjoura, al norte de Djibouti. Se ha convertido en improvisado guía que atiende a los visitantes.

Ibrahim Dabale es quien atiende a los visitantes.
Ibrahim Dabale es quien atiende a los visitantes. (Tony Karumb | AFP)

Desde la distancia, los barrancos negros parecen monótonos, quemados por el calcinante sol del desierto, pero, de cerca, el basalto revela grabados de jirafas, avestruces y antílopes hechos hace 7.000 años.

Estas obras maestras grabadas en el lienzo antiguo del norte de Yibuti figuran entre los ejemplos más importantes del arte en roca del Cuerno de África, una región rica en herencia arqueológica y cuna de la humanidad.

En Abourma, a lo largo de tres kilómetros, unos 900 paneles retratan en magnífico relieve la vida prehistórica en estos parajes, escenas dramáticas de los primeros hombres enfrentándose a la vida silvestre o conduciendo vacas. Pero estos tapices antiguos, grabados con pedernal en la roca ígnea, también ofrecen un registro valioso de una era antigua y de una tierra drásticamente modificada por el cambio climático.

La vida silvestre que ilustran aún se encuentra en las planicies de África, pero no en Yibuti, un paisaje desértico donde el agua y el follaje han sido escasos por miles de años. «Abourma hoy día es como un cementerio porque ya no tenemos estos animales aquí. En aquel tiempo rondaban por este lugar porque Yibuti estaba cubierto de bosque», explica Omar Mohamed Kamil, un guía turístico local. «En Abourma (...) estamos un poco lejos de la civilización. Estamos en la prehistoria, vivimos en la prehistoria», agrega.

Milenio sobre milenio

Este tesoro de grabados se encuentra a seis horas en automóvil de la capital, Yibuti. Después, hay que caminar una hora sobre una escarpada extensión de peñascos. En realidad, habría sido casi imposible llegar de no ser por Ibrahim Dabale Loubak, un criador de camellos que custodia Abourma y que asegura conocer «cada piedra, cada rincón y grieta» de este macizo.

Este hombre de 41 años pertenece a la comunidad afar, un pueblo históricamente nómada que rondó las márgenes áridas de Yibuti, Eritrea y Etiopía y que ha conocido los grabados por generaciones anteriores. «Nuestros abuelos se lo contaron a nuestros padres y nuestros padres nos contaron a nosotros», relata Loubak, ataviado con un tradicional turbante.

Pese a esta sabiduría local y a sus casi 70 siglos de existencia, Abourma no fue visitada por arqueólogos hasta 2005. Fue Loubak quien guió al primer equipo francés, con una caravana de camellos cargada de alimentos, carpas y otros equipos esenciales, incluido un generador para la investigación remota.

El arqueólogo Benoit Poisblaud, integrante de aquel primer equipo, recuerda hoy, todavía con asombro, el momento que vio por primera vez este «sitio extraordinario» que no existe en otro lugar de la región y que tuvo la suerte de analizar como investigador a sus 25 años. «Abourma es la continuidad de varios milenios de paisajes y grabados realizados por pueblos muy diferentes: cazadores, pastores y los que los siguieron. Son miles y miles de representaciones», describe. Los grabados más antiguos datan de 5.000 años antes de Cristo, mientras otros más nuevos son de hace dos milenios.

Guardianes del desierto

África posee una gran riqueza de enclaves arqueológicos, pero muy pocos, especialmente el arte realizado en roca, han sido estudiados a fondo, según Emmanuel Ndiema, jefe de Arqueología de los Museos Nacionales de Kenia, en Nairobi. El calcula que únicamente entre el 10% y el 20% de los tesoros arqueológicos del África Subsahariana han sido debidamente investigados.

Esas cifras ponen en riesgo el valor universal y la preservación de estos hallazgos, que podrían atraer turistas y amantes de la historia; sin embargo, la visibilidad también podría poner en peligro estas joyas de valor incalculable. Y eso lo sabe muy bien Abourma, que hoy recibe a sus pocos visitantes sin cercas, barreras ni reglas. No le preocupa. Y asegura rotundo: «Nadie puede venir aquí sin que yo lo sepa».