«The Brutalist»

The Brutalist” se ha atrevido a ser gigantesca y absolutamente nicho a la vez. A hacer un Christopher Nolan, si se quiere, solo que sin la marca. La película de Brady Corbet se ve como una marcianada totalmente anacrónica e independiente. Dura tres horas cuarenta y lleva previsto un intermedio. ¡...Pero es buenísima! Los quince minutos de pausa en Venecia se respiraron con una curiosidad y excitación dignas de víspera de Reyes. Cómo no: “The Brutalist”, al final, es un regalo para la crítica.
Adrien Brody se enfunda en las pieles del ficticio László Toth, un genial arquitecto húngaro -de estilo brutalista, claro- que emigra a Estados Unidos después de que su vida y su obra hayan sido destruidas por la Segunda Guerra Mundial. Toth, quien hereda el nombre de un geólogo húngaro real que destrozó Piedad de Miguel Ángel en 1972, vive una década a merced de un mecenas imposiblemente rico, el caprichoso Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), quien le encarga un proyecto colosal que acabará por enterrarlos a ambos. Retrato desencajado de una civilización estúpida e impaciente, esta crónica escrita junto a Mona Fastvold (“El mundo que viene”) nos recordará al rigor dramático, mortuorio, de los “Pozos de ambición” de Paul Thomas Anderson…
Pero también a todo el cine que lo precedió, especialmente el europeo. La película de Brady Corbet, artífice de la descomunal “Vox Lux” y “La infancia de un líder”, es aguerrida en la forma, moderna en toda su carcasa. Por momentos sus paisajes se obnubilan, los tiempos se materializan y el dramatismo se carga con toda la potencia del teatro (Antonioni, Angelopoulos y Bergman a la vez). El film se tiñe en ocres, marrones, verdes y negros, en un mosaico de despachos de roble oscuro, autovías suburbanas, neones mugrientos y tapetes para póker, retratados en un lustroso 70mm en formato Vistavision, una de las “lenguas muertas” del cine. ¡Y los diálogos…! «Todo lo feo, cruel y estúpido, pero sobre todo: todo lo feo, es su culpa», suelta Adrien Brody en un momento. ¡PAM! Al poco lanzará otro brillante dardo envenenado, él que fue un refugiado judío, contra la violencia del Estado israelí.
En fin, una película buenísima. ¿Y qué pasa? Que, por mucho que ganara el Premio de la Crítica y la Mejor Dirección en Venecia, y que haya conquistado no pocos galardones de las asociaciones de críticos estadounidenses, en el fondo nadie daba un duro por ella fuera del circuito especializado. Son ásperos 215 minutos, cine adulto sin concesiones; no es ni Marvel, ni Nolan. Pero ahora, con tres sorpresivos Globos de Oro a espaldas (Mejor Película en Drama, Mejor Dirección y Mejor Actor), es marrón de la distribuidora decidir si apuestan mucho, o lo justo, por un film tozudamente anti-comercial. Gentes de la Universal, yo no querría estar en vuestro lugar.
No mirar arriba

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