IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Ponerse en lo mejor

Hace unas semanas escribía unas líneas que titulaba “Ponerse en lo peor”, en las que trataba de arrojar algo de luz sobre esa tendencia de algunas personas, o de todos en algún momento, a imaginar un resultado catastrófico ante una situación sobre la que no tenemos certeza alguna. Así como esta prevención nos sirve para prepararnos o anticiparnos, a veces nos pasamos de dramáticos en nuestra previsión, lo que nos llena de tensión y miedo. Nos preparamos de más, lo que tiene un precio alto, pero al mismo tiempo lo hacemos por una razón para nosotros. A veces tiene sentido ponerse en lo peor... Y otras, en lo mejor.

‏Cuando anticipamos que las cosas van a ir mal, normalmente sentimos emociones y sentimientos relacionados con el miedo, el enfado o la tristeza, y nos retraemos o nos tensamos. Cualquiera de estas dos respuestas de afrontamiento nos convierten en conservadores, pues están diseñadas para intentar recuperar el estatus quo o evitar dar un paso en falso que desencadene la fantasía catastrófica. Sin embargo, hay otras tantas ocasiones en las que se nos presenta una oportunidad real de prosperar, de conseguir algo que apreciamos o simplemente de disfrutar. En estos casos, es obvio que anticipar el fracaso puede ser una precaución ante un desengaño potencial, pero al mismo tiempo es un desperdicio de la experiencia. La expectativa de logro es una idea que genera en nosotros otras emociones distintas, como la alegría o el amor, en sus diversas variantes: la ilusión, el entusiasmo, el apego o la atracción. Estas emociones nos predisponen a la apertura al otro, al encuentro; nos impulsan a acercarnos y explorar. Imaginar lo peor genera cambios físicos que nos predisponen a guardar la ropa; y del mismo modo, imaginar lo mejor despierta en nuestro cuerpo la energía del movimiento hacia (significado etimológico de la palabra “emoción”, moverse hacia) la consecución. Cuando sentimos la posibilidad de lograr eso que nos emociona, psicológicamente experimentamos cambios. Por ejemplo, cuando estamos ilusionados, nuestra percepción se expande, es decir, captamos más información a través de los sentidos sobre aquello que nos interesa. También hacemos asociaciones desde puntos de vista más diversos y, por tanto, nuestra creatividad aumenta. Imaginar que las cosas nos van a ir bien en una situación ambigua nos activa para conseguir precisamente que las cosas vayan bien. Las emociones que resultan nos ayudan a despertar nuestros recursos y nos lanzamos hacia adelante, maximizando los resultados positivos. No es magia, obviamente, pero sabemos que esta anticipación ayuda. La imaginación es poderosa, ya que funciona como un simulador virtual ante el que ponemos en marcha los protocolos que sean necesarios o, por lo menos, conocidos, tanto restrictivos como motivadores.

Sea como fuere, ante la ambigüedad, tenemos opciones, es nuestra elección rellenar los huecos al final de la historia con un resultado u otro y, por tanto, vivir de una manera u otra el tiempo que quede hasta que la realidad se manifieste. No se trata de engañarnos negando las posibles pistas que nos indiquen que el resultado va a ser negativo, si es el caso, pero del mismo modo, tampoco tiene mucho sentido construirlas con tal de no decepcionarnos. Protegernos de este desengaño a veces es muy importante, como cuando hablamos, por ejemplo, de las pruebas que detectan una posible enfermedad, pero incluso en ese caso, es preferible pensar que todavía no tenemos información antes que ponerse en lo peor. Sea como fuere, en la vida cotidiana, imaginar que las cosas van a ir bien no es garante de que suceda, pero nos predispone y se disfruta bastante más