Beñat Zaldua
El Raval

En el centro y al margen de Barcelona

Hay lugares que, a golpe de moderno urbanismo, ven amenazada la memoria de lo que fueron. Una memoria que luego instancias municipales tratan de blanquear a través de pomposos bautizos de calles y plazas. Así, Salvador Seguí y Manuel Vázquez Montalbán difícilmente se verían reconocidos en las plazas que llevan sus nombres en lo que hoy se conoce como Raval barcelonés, ayer conocido como Barrio Chino y anteayer como Distrito Quinto.

Hogar –anteayer, ayer y hoy– de las clases más descapitalizadas de la ciudad condal y refugio de canallas, marginales e inadaptados de todo tipo. El hogar de Maquinavaja. Último reducto de un centro histórico envuelto en papel de regalo para las hordas de turistas desde que los Juegos Olímpicos de 1992 pusieron, para gloria del Ayuntamiento y beneficio de las constructoras, la capital catalana en el mapa del mundo. Hablamos del Raval.

Pero existe un hilo que enlaza siglos de historia en un lugar que ha sobrevivido siempre en el centro y al margen de la ciudad. El nombre de Salvador Seguí (luego volvemos a su plaza) nos traslada a principios del siglo XX, a un Raval obrero y mayoritariamente anarquista, feudo de una CNT que en 1919 consiguió, por primera vez en Europa, la jornada laboral de ocho horas después de la mítica huelga de La Canandenca. El mismo Raval que en julio de 1936 salió de sus intrincadas y estrechas calles para rechazar el golpe de Estado que bajaba por las grandes avenidas como Diagonal y Paral·lel. Siempre ha sido así, el poder gusta de amplias y diáfanas calles fácilmente controlables; la resistencia, cualquiera que sea, encuentra su hogar en los laberintos. Lo dijo cruda pero claramente Le Corbusier: «arquitectura o revolución».

Y con esa máxima en mente, el propio Le Corbusier proyectó en los años de la II República la desaparición del Raval. Paradojas a estudiar: la inmensa mayoría de violentas actuaciones urbanísticas en Barcelona se han dado con gobiernos progresistas: «Creedme, si podría lo derruiría a cañonazos», le dijo el president Companys al ayudante de Le Corbusier. No tuvo tiempo para verlo, pero los mismos que lo fusilaron cumplieron su deseo: la aviación italiana al servicio de las tropas franquistas bombardeó y destruyó buena parte del sur del Raval, que es la zona que originalmente recibió el nombre de Barrio Chino. Aunque en realidad el Chino original está situado en el Este cardinal del barrio, siempre se lo ha considerado el sur. Y es que los “nadie” viven en el Sur, aunque la brújula diga lo contrario, que diría Galeano.

Aquel intento de borrar del mapa el Chino (epíteto criminalizador sin sentido alguno, ya que jamás vivieron en el Raval más chinos que en cualquier otro sitio de Barcelona) no lo vieron ni Companys ni Salvador Seguí, el referente anarcosindicalista que ante sus compañeros cenetistas de Madrid reivindicó que «la independencia de nuestra tierra no nos da miedo». Fue asesinado por matones a sueldo de la Patronal en 1923, los años del llamado pistolerismo, en los que Barcelona ya era conocida como la “Rosa de Foc”, por las barricadas (e iglesias y conventos) que periódicamente ardían en la ciudad, muchas veces con el Raval como epicentro.


El huracán de los Juegos Olímpicos se llevó por delante la calle de la Cadena donde asesinaron a Seguí, en cuya plaza (en la que en su día se situaba la cárcel de mujeres La Galera) se erige hoy en día un gigantesco bloque de hormigón «a medio camino entre la nave industrial y un edificio en construcción». La poco halagadora descripción es de su propio arquitecto, que presentó así la nueva Filmoteca Nacional de Catalunya, inaugurada en 2012. Es el último gran proyecto urbanístico-cultural con el que el Ayuntamiento de Barcelona trata de lavar la imagen del Raval, un equipamiento cuya valía nadie pone en duda pero que los vecinos de la contigua calle Robador siguen mirando con cierto recelo, como a un OVNI del que periódicamente salen extraterrestres con barba y gafas de pasta.

Lo que queda del Chino. Robador es una calle con más cámaras de videovigilancia que papeleras (lo observa Miquel Fernández en su espléndido “Matar al Chino”, del que, para ser honestos, provienen muchas de las citas de este texto), en la que sin embargo se puede intuir el citado hilo invisible de la historia. Allí están los restos de los bajos fondos a los que la burguesía catalana descendía a desmelenarse (recuérdese “Los mares del sur” de Vázquez Montalbán). Los mismos que, descritos por Jean Genet, atrajeron a lo más granado de la bohemia francesa (Morand, Orlan, Sartre, Beauvoir, Mandiargues, etc.) para elevar a los altares de la mitología la miseria realmente existente: «Los piojos eran valiosísimos, pues se habían convertido en algo tan útil para dar fe de nuestra insignificancia como lo son las joyas para dar fe de eso que llaman éxito», escribió Genet.

Lo que queda del Chino, de su mito, su aura, sus miserias y sus alegrías, sobrevive en esta calle, en la que consta que se ejercía la prostitución ya en el siglo XIV y en la que hoy en día aun se escucha un «¿Vamos?» al pasar al lado de una mujer desconocida. «Antes trabajábamos en todo el barrio», explica Janet, trabajadora sexual de prodigiosa memoria que detalla paso a paso la evolución del Raval en las últimas tres décadas, en las que han visto reducido su lugar de trabajo a las escasas dos manzanas que quedan de la calle Robador. Y a veces ni eso, porque la presión de la Guardia Urbana es cada vez más asfixiante. «Cerraron los meublés y ahora nos precintan los pisos en los que trabajamos», explica, a su lado, Paula Ezkerra, que concurre a las elecciones municipales en las listas de la CUP.

Tanto ella como Janet forman parte del colectivo Putas Indignadas, en el que se organizan para reivindicar los derechos de las trabajadoras sexuales, en especial de las que trabajan en la calle. «Piensa que nosotras somos las más pobres dentro de la prostitución; nuestros clientes son pobres, de toda la vida», explica Janet, que al mismo tiempo reivindica su dedicación a la prostitución como una decisión «libre y soberana». «Que no vengan con paternalismos, nosotras estamos aquí porque así lo hemos decidido y, de hecho, tenemos entre nosotras a señoras de 70 años a las que nunca les dejarían trabajar en clubs cerrados», concluye Paula, mientras Janet asegura, con la serenidad de quien se sabe amparada por siglos de historia: «pueden hacer lo que quieran, a nosotras no nos moverán».

Y eso pese a reconocer que la convivencia con los nuevos vecinos de Robador (los inquilinos de las viviendas de protección oficial a las que prácticamente ningún vecino pudo acceder por falta de recursos) es tensa. «Echaron a los vecinos de toda la vida y a los nuevos les vendieron la moto de que esto iba a ser como el nuevo Born, pero esto ahora se parece más a Palestina y ellos son colonos judíos», sentencia Janet. Desde luego, por mucho que el Ayuntamiento se esfuerce, el Raval no es el Born, otro barrio del centro histórico arrasado por la gentrificación y hoy en día prácticamente dedicado al monocultivo del turismo. Una de estas nuevas vecinas de Robador lo expresaba en términos crudos en un reportaje de TV3: «Esto parece Karachi».

No es Karachi, es Barcelona. Los términos de la descripción son evidentemente insultantes, pero se refieren a una realidad que las estadísticas del Ayuntamiento recogen en cifras: un 56,5% de los vecinos del Raval nació en otro país (frente al 22,2% de Barcelona) y el 48,7% no tiene nacionalidad española (16,7% en Barcelona). Pero las mismas estadísticas ponen de manifiesto otra realidad que tumba la tesis del choque cultural como principal fuente de conflictos. La cuestión no es que la mitad del barrio sea migrante, sino que se trata de un barrio pobre en su conjunto. Tiene una densidad de 45.193 habitantes por kilómetro cuadrado (son 15.800 en el global de Barcelona), la renta familiar se sitúa 34,6 puntos por debajo de la media de la ciudad y la esperanza de vida de un vecino del Raval es de 73 años, frente a los 81 años de media que vivirá un vecino de Sant Gervasi, en la zona alta.

Esta realidad da pie muy a menudo a discursos criminalizadores (cada vez que una acción yihadista sacude Occidente, el Raval se llena, todavía más, de Mossos d’Esquadra) y prácticas tremendamente estigmatizadoras, como parar constantemente a jóvenes de aspecto no europeo y, entre otras cosas, requisarles el móvil hasta que no demuestren con la factura que es un aparato comprado. Discursos y prácticas que alimentan una xenofobia de baja intensidad, menos visible pero mucho más extendida que el racismo del «moro de mierda». Se trata del racismo de cambiar de acera cuando te viene un migrante de frente, o de echar la mano al bolso cuando lo tienes al lado. En resumen, el racismo del «yo no soy racista, pero...».

Contra esta xenofobia encienden las alarmas, desde la asociación para jóvenes TEB, Susi Álvarez y Eva Lázaro, que advierten de que «algo no se está haciendo bien» cuando los jóvenes no se sienten ni catalanes ni españoles ni del país de origen de sus padres. «Se sienten del Raval», explica Eva, en una afirmación que enlaza, de nuevo, con el hilo histórico. También Vázquez Montalbán decía que el día que cruzó la Gran Vía y salió del Chino fue para él como salir del pueblo. Susi y Eva se muestran convencidas, sin embargo, de que la enfermedad (de la xenofobia) tiene cura y que vendrá de la mano de los más jóvenes. Siempre, claro está, que dejemos de insultarles llamándoles inmigrantes de segunda o tercera generación, cuando son jóvenes nacidos ya en Catalunya. «En un taller de hip-hop que tenemos para los críos, los más mayores propusieron hacer una canción sobre el racismo, pero los más pequeños no sabían qué era eso», explica Eva.

Se trata de un proyecto que ya ha dado sus frutos en forma de grupo de hip-hop. La Llama surgió al calor del TEB, pero con autonomía absoluta; tienen ya cuatro canciones y se han convertido en un fenómeno en el Raval, con letras relacionadas con sus vivencias en el barrio, como la muerte de Juan Andrés Benítez mientras era detenido violentamente por agentes de los Mossos d’Esquadra (ocho de ellos están imputados) en 2013.

«Veo en las calles, a través de los cristales, que la policía nos trata como animales. Somos personas reales, aquí todos somos iguales», canta La Llama sobre un suceso que impactó a la ciudadanía catalana y que tuvo una espectacular respuesta por parte del barrio, empezando por los vecinos, responsables de las grabaciones que hoy hacen posible la imputación de los mossos. Una muerte violenta que puso encima de la mesa, como dos caras de la misma moneda, los problemas de un barrio y la respuesta organizada de sus vecinos. La prueba, definitivamente, de que «el conflicto es también fuente de riqueza», en palabras de Iñaki García, libertario de largo recorrido que lleva 30 años dando cuerda a hilos históricos en El Lokal, desde donde concluye: «Por mucho que lo intenten arquitectos y urbanistas, este barrio no es un museo, sino una cosa viva». En el epílogo de “Matar al Chino”, el antropólogo Manel Delgado lo explica mejor que nadie: «El plan urbanístico anhela una ciudad imposible (…), el ingeniero de ciudades levanta sus estrategias de domesticación, en el fondo ingenuas, puesto que el objetivo de sojuzgar –la vida– es, por definición, invencible».

En la actual plaza Manuel Vázquez Montalbán, pisando cemento duro, rodeados por la sede central de UGT en Catalunya, por las oficinas de su sectorial de Mossos d’Esquadra y por el polémico hotel de lujo Barceló Raval; entre bancos unipersonales y justo al lado de un cartel en el que se lee «Prohibido jugar a la pelota», un grupo de niños jugando a cricket le dan la razón.