IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Añoranza y momento

Kane era un hombre de éxito profesional en la película que le dio vida, un periodista que levantó un imperio a base de mucho trabajo y tesón, pero a costa de las personas de su alrededor. Tuvo varias mujeres que le abandonaron y compañeros a los que abandonó. Persiguió incluso la candidatura político a gobernar su región gracias a la influencia conseguida y el dinero necesario. El ascenso precedió al desmoronamiento emocional de Kane en varios momentos de la película, terminando su vida solo, hundido, entre miles de obras de arte de incalculable valor. La última palabra que pronunció fue «Rosebud». Un nombre incomprensible cuya relación con Kane trata de descifrarse a lo largo de la historia y que resulta hacer referencia a la marca del trineo con el que Kane jugaba de pequeño.

“Ciudadano Kane” es una obra maestra del cine que cuenta muchas historias al mismo tiempo y una de ellas, la más oculta a simple vista, es una historia de añoranza. Añoranza de un tiempo mejor, de un momento de la vida en que todo estaba bien y las preocupaciones eran inexistentes.

A menudo, cuando pensamos en ese tiempo, nos remontamos a la infancia o, por lo menos, a una época en que las responsabilidades (y sus consecuencias) no tenían un efecto irrevocable en lo que constituía nuestra base segura en el mundo. Es decir, nuestra realidad no se tambaleaba, teníamos asegurado lo esencial y podíamos emplear nuestras energías en descubrir el entorno. Sea como fuere, el tiempo avanza y los sustentos externos van debilitándose o convirtiéndose en restricciones para quien se siente con recursos suficientes como para salir ahí fuera y hacer del mundo su escenario. Entonces se levan amarras y esa persona se aleja, por propio impulso o por necesidad, de lo que supuso seguridad, para arriesgarse a alcanzar una nueva seguridad, pero esta vez con origen en uno mismo, en una misma. Comienzan las carreras profesionales, la búsqueda de pareja, de nuevos grupos de amigos, de una nueva residencia... Esa búsqueda siempre tiene, como todas las búsquedas, horizontes, pero sobre todo, trayecto más allá de las aguas tranquilas.

Quizá uno pueda pensar en épocas de tranquilidad que no tienen que ver con la infancia, sino con la estabilidad de un trabajo que se creía fijo o una relación que se las prometía inquebrantable. En cualquiera de los casos, el ímpetu, propio o de los que están alrededor, de crecer, de avanzar, pone en riesgo la quietud existente hasta entonces. Se producen cambios y renuncias, y a cada paso, a cada ruptura, no es extraño que nuevas conclusiones sobre la vida se nos hagan evidentes. Ideas que llevar con nosotros en adelante y que guiarán el nuevo periodo de búsqueda. Al cabo de un tiempo, con la distancia suficiente de esa etapa anterior, cuando ya estamos lejos de aquella costa de lo conocido y después de haber afianzado cierta estabilidad (de nuevo) en la nueva etapa, miramos atrás tratando de resumir, de extraer lo esencial, de quedarnos con algo de entonces. Sin embargo, es difícil mantener un juicio equidistante, como si solo pudiéramos decantar vivencias marcadas o, por el contrario, sensaciones globales, a menudo extremas. Solo a lo lejos tomamos perspectiva, a menudo idealizando o demonizando, en un intento inherente de poner en una categoría las experiencias. Entonces, en un ejercicio de parcialidad, nos detenemos y ante la indefinición de la nueva etapa, añoramos lo que tuvimos y nos lamentamos de lo que nos faltó. Solo un tiempo después nos damos cuenta de que esa añoranza y lamentación eran parciales, no completaban la historia, no nos hacían bien, y que las cosas son más relativas. Pero para entonces, ya hemos partido de nuevo de esa costa, ya no tocamos suelo, ya estamos de nuevo en camino a la siguiente etapa.