IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Indefinido

La curiosidad nos lleva lejos, a explorar lo que todavía nos es desconocido. Nos mueve como esa característica inherente a todas las personas que empieza a impulsarnos al mundo. De hecho, la mantenemos a lo largo de la vida precisamente por su poder para lanzarnos a la experiencia. Y al mismo tiempo, el resultado de la curiosidad, lo que descubrimos, es normalmente informe y sin categoría previa, como todo lo nuevo que se precie.

La realidad se nos presenta indefinida, se expande ante nosotros sin límites que tenemos que terminar poniendo para entenderla y manejarla, para reducirla a nuestra escala. Y digo reducirla, porque es precisamente eso lo que hacemos en el proceso de dar sentido a las cosas. Un paisaje marítimo es lo que es, pero al mirarlo, nuestra limitada atención nos obliga a elegir en qué fijarnos, de modo que, cuando simplemente miramos, solo registramos quizás unas rocas a la derecha de la playa y la sensación de las olas rompiendo. Pero nuestra percepción no va más allá, dejamos a un lado el color de la arena, si el cielo tenía nubes o no, o dos caminos que unían la montaña con la playa. Simplemente, no lo registramos. Con las personas puede sucedernos algo similar. Conocemos a alguien nuevo y nos fijamos solo en alguna de sus características, pero no solo eso. Del mismo modo que diríamos de la playa que es cómoda, inaccesible o salvaje tras la criba de la atención, también describimos a las personas en función de lo que percibimos de ellas y el sentido que le damos a esa percepción. E igual que con la playa, lo habitual es que nos dejemos muchos datos fuera y además, registremos principalmente los que tienen sentido para nosotros. Por poner un ejemplo, un pintor se fijará en la cualidad estética de la playa, sus colores y composición, y filtrará el resto, pero un socorrista registrará probablemente los puntos de acceso, las zonas peligrosas y quizá nunca se fije en cómo la luz rebota en el agua y el efecto que produce.

Cuando nace un niño, algo de esto también sucede. La realidad que se trata de entender es la de una persona indefinida a quien hay que descubrir, como la niña que todavía no puede hablar y cuyos padres tienen que descifrar sus signos y naturaleza, aún desconocidos. La observan, tratan de entender qué quiere decir lo que hace para saber cómo actuar, pero rápidamente comienzan las calificaciones que la definen: «Es una niña muy buena», «es protestona» o más tarde, «no para quieta», «hay que tener un ojo encima, porque si no, la lía», «no tiene respeto por las normas», «es maleducada» o de nuevo, «es una niña muy buena».

Poner nombre acota la realidad externa del comportamiento, es decir, de todo lo que una persona puede hacer. Ponerle un adjetivo lo convierte en predecible para quien está fuera, en este caso, un padre o una madre, pero también invita a acotarse internamente a quien lo escucha muchas veces de sí. Oír una definición de parte de otra persona significativa no solo da forma, sino que también invita a la aceptación. Si un niño acepta la visión que los padres tienen de él, puede pertenecer a ese nombre, es decir, encajar en esa manera de entender el mundo. Para pertenecer a ti, tengo que ser quien tú dices que yo soy. Porque si no, ¿qué otra cosa se puede ser? Si una niña de cinco años todavía no tiene palabras para el mundo, ¿cómo proponer otra definición para sí y cómo hacerlo con quien se supone que sabe cómo son las cosas? Llevar la contraria sería como admitir que quien ha puesto la etiqueta no sabía lo que hacía y eso sería como admitir su falibilidad, cosa que un niño no se puede permitir.