IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Hay alguien ahí?

Camino por las calles de una gran ciudad y veo a alguien tendido en el suelo. Son altas horas de la noche y no alcanzo a ver su cara. Me detengo, observo. Lo primero que me sale es la alarma, no se mueve, no sé si está bien. Avanzo con cautela y, a medida que me acerco, veo que está tumbado sobre cartones y mantas sucias hechas un ovillo; a su lado, una bolsa con ropa. Me acerco un poco más y, al pasar junto a él, le escucho roncar. Tiene la cara hinchada, casi púrpura, y los ojos cerrados, duerme. Sigo caminando y pienso en el olvido; el cotidiano, cuando esa alarma e inquietud se va transformando poco a poco en indiferencia e insensibilidad y después pienso en el olvido más amplio, más íntimo y feroz, pienso en el olvido de uno mismo. Imagino que antes de llegar a esto otros deben primero olvidarse y que al final, al no quedar nadie ahí, uno mismo puede empezar a alejarse de quien es. Puede sonar demasiado abstracto y un poco lúgubre para estas fechas y este espacio, pero al mismo tiempo supongo que no ver, no entender, no pensar, también es una forma de olvidar. Y a la vez, también supongo que no podríamos seguir adelante si no apartáramos la mirada del camino de otros para centrarnos en el nuestro, aunque no seamos tan diferentes en el fondo.

Todos compartimos los mismos mecanismos para crear un concepto propio, y el amor a esa idea de quiénes somos, la autoestima. Entre los rayos del sol de verano, cuando las sensaciones agradables parecen multiplicarse por estar de vacaciones, por tener tiempo para pensar en lo bien que estamos, funciona el mismo mecanismo pero en sentido opuesto: nos acordamos de nosotros mismos y tenemos ojos para mirarnos por dentro. Entonces conectamos con otros desde ahí, compartimos la tranquilidad, el disfrute y, pasado el tiempo, evocamos esas sensaciones con las fotos que hemos almacenado o volviendo a hablar del tema. Hacemos hueco con las nuevas experiencias de conexión, que iluminan aspectos de nosotros que habitualmente no vemos o no «utilizamos», por así decirlo.

La interacción no solo es un pasatiempo, un accesorio, también es la piedra angular de la salud mental. ¿Quién sería yo si nunca hubiera tenido las relaciones que he tenido hasta hoy? Si por un fatal accidente yo perdiera a mi familia y amigos el dolor sería insoportable y el impacto en mí mismo sería brutal, ¿qué rol tendría a partir de entonces en el mundo si ya no puedo ser hija, madre, sobrina, madrina, amiga íntima o amiga de tomar un café mientras salen los niños? ¿A qué dedicaría mi tiempo, mis conocimientos, mis habilidades? Al trabajo podría ser, pero no tendría fuerzas para ello y terminaría dejándolo, pensando que nada vale la pena. Entonces, ¿quién recibiría mi amor, mi enfado, mi alegría o tristeza? ¿Dónde pondría mis deseos, mis necesidades o mis proyectos? Y si no hay nadie, ¿quién sería yo entonces? Pensémoslo por un instante, porque probablemente yo dejaría entonces de ser ese yo compuesto por un ramillete de formas de ser diferentes con cada una de las personas importantes de mi vida, para no tener adónde ir, en quién convertirme después. En un partido de tenis de dos, de repente, todos los jugadores frente a mí desaparecen y nadie devuelve la pelota. La exclusión, entre otras cosas, promueve esta confusión, fruto de la ruptura de vínculos. Tener contacto, interacciones, estables, predecibles, importarle alguien, no solo es agradable, sino piezas fundamentales de nuestra identidad, nuestro concepto de nosotros, nuestra autoestima y nuestro futuro. Sin vínculos, no hay unidad por dentro; sin vínculos, no hay salud posible.